domingo, 30 de diciembre de 2012

Escuchar música

A menudo nos centramos tanto en el estudio, en dedicar todo nuestro tiempo disponible a mover los dedos, que nos olvidamos de la música. Y no me refiero a la de la obra que en ese momento estemos trabajando sino a la música como placer, como afición. ¿No os pasa que muchas veces un aficionado, un no profesional, sabe más de un intérprete, de una pieza, de una orquesta, de un estilo o de la historia que uno mismo? Parece que nosotros deberíamos tener siempre todos los datos, que para eso hemos estudiado. Estamos oyendo un bis fuera de programa y todas las miradas conocidas se vuelven hacia nosotros a la espera de obtener un título y un autor. ¿Tenemos siempre la respuesta? Seguro que no. Y una voz lejana, de un habitual de los conciertos que igual trabaja detrás de una ventanilla en una oficina de un banco, suelta con seguridad la respuesta a la incógnita y nos deja atónitos.
Normalmente me ocurre que todo me suena, que reconozco melodías y ritmos que sigo sin problemas, pero se me queda en la punta de la lengua el título exacto. Creo que eso nos pasa a todos pues hay mucha música. Obviamente no hablo del repertorio habitual, ese que tenemos machacado a lo largo de los años, sino de obras que no hemos estudiado. Y, cuando eso me sucede, concluyo que he escuchado poco tales o cuales obras.
Igual que tenemos que elaborar nuestro repertorio, nuestra base sólida de autores y estilos, debemos tener una discoteca lo suficientemente amplia y lo suficientemente escuchada. ¿Seguro que habéis disfrutado todos los discos que tenéis? Imposible. Siempre hay una colección más grande, de esas que edita Brilliant Classics, por ejemplo, con más de cuarenta Cds. Si echamos un rápido vistazo al catálogo que tiene esta casa discográfica veremos que conocemos muy poco. Si hay infinitas partituras que jamás llegaremos ni a abrir, cuántos registros sonoros nos perderemos.
Por eso creo que es importante, vital, no olvidar que, además de profesionales de la música, somos aficionados a ella. Si dejamos de considerarla como un trabajo igual recuperamos el gusto por estar un buen rato, con o sin auriculares, simplemente transportados por los sonidos.
Ayer por la tarde, tras la sobremesa, estuvimos en casa en torno al brasero, cada uno con un libro y con la ópera Werther de Massenet de fondo. Mira que lo intento pero no puedo. No puedo leer con música pues mis sentidos se van inevitablemente hacia ella. Por eso cerré los ojos (conservando la consciencia) y dejé que la voz de José Carreras me emocionara como en tantas otras ocasiones (en una grabación dirigida por Colin Davis en Covent Garden).
En momentos así el mundo se detiene, nada enturbia mi mente, no existen los problemas. La música tiene un poder tan grande que no deberíamos olvidarlo tan fácilmente.

Hagamos propósito para el nuevo año de escuchar mucha música, de sentirla, de vivirla. Y se sobreentiende que no ha de ser sólo piano: mucha cámara, mucha orquesta... Todo y de todo. Convirtámonos de nuevo en aficionados para disfrutar, sólo disfrutar.
Feliz 2013.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

Pollo con ciruelas

La tarde del día de Navidad me gusta recalar en el sofá y disfrutar de una película en compañía de los míos (en este caso, las mías). Le tocó el turno a una historia ambientada en Irán titulada Poulet aux prunes (Pollo con ciruelas). Era más bien un cuento con algo de realismo mágico, arropado por una música espléndida de Olivier Bernet y Roman Vinuesa, con el violín de Renaud Capuçon, basada en las historietas de Marjane Satrapi y Vincent Paronnaud.
El protagonista es un violinista casado por insistencia de su madre con una profesora de matemáticas a la que no quería, que pasó su vida enamorado de la hija de un relojero que prohibió la boda por tratarse de un músico (a partir de aquí esbozo una leve sonrisa y el estómago empieza a revelarse). Transcribo parte del diálogo, que no tiene desperdicio:
- ¿Cómo se atreve a venir a mi casa a pedir la mano de mi hija? Conozco la pasión pero la realidad de la vida es otra. Usted es músico, por Dios. ¡No tiene dinero! ¿Cómo hará para mantener a mi hija? ¿Ya lo ha pensado?
- Trabajaré, ganaré dinero.
- ¿Con qué medios? ¿Con qué trabajo? ¿Desde cuándo un artista se gana la vida decentemente?
- Señor, la quiero.
- Pues demuéstrelo. Salga de su vida. No le estropee el futuro.

La mirada de Beatriz y su sonrisa espléndida hacen que se normalice mi aparato digestivo. Ya lo dije hace unos días, que no se puede estar tranquilo en ningún sitio pues, cuando menos te lo esperas, te asalta un diálogo conocido.
Previa a esta escena, una voz en off relata que desde la infancia tenía una única pasión, la música. Así que, a los 21 años, su madre lo envió a estudiar con el mejor maestro de la época. A veces el maestro lo desorientaba porque parecía tener ideas terriblemente negativas sobre él:
- No tengo nada que decir de la técnica, es excelente. Pero tu música ¡es una mierda! Cualquier idiota puede tener la técnica, no se trata de eso, se trata de arte, porque gracias a él comprendemos la vida. El instrumento sólo está aquí para hacer brotar la luz. Tus dedos se mueven y salen sonidos, pero están vacíos, es la nada. No hay nada. La vida es un aliento, la vida es un suspiro y debes apoderarte de ese suspiro.
(Tras la negativa del relojero a la boda es cuando comienza a tocar con pasión).

Me parece que voy a tener que cambiar el hábito de ver películas y dedicarme a mirar el cielo desde la azotea disfrutando del vuelo de los pájaros, la formación de las nubes y el trabajo incesante de las cigüeñas.
Contemplemos la vida y vivámosla. Pero no tengo nada claro que del dolor pueda salir el arte verdadero. Siempre se le ha atribuido poderes mágicos a la tragedia, tanto para pintores, músicos y escritores. Yo prefiero que el arte conviva con la felicidad, con el bienestar, con la paz. Lo otro queda muy poético pero el sufrimiento cuanto más escaso mucho mejor. Así que, a vivir y a disfrutar para llegar a ser buenos músicos.

domingo, 23 de diciembre de 2012

Imágenes (para El Principito)

Cada vez que toco con mi hija Beatriz esta obra que compuse hace unos años para violonchelo y piano ocurre lo mismo: se acerca una buena parte del público con los ojos brillantes a felicitarnos, confiesa haber llorado de emoción y prometen releer el libro. La siguiente pregunta es dónde pueden comprar el Cd y mi respuesta siempre era la misma: no está grabada, así que, en ningún sitio.
Este curso me propuse cambiar dicha respuesta e hicimos una grabación en directo de un concierto, más que nada para que las sensaciones que se provocan estuviesen vivas. Y así ha sido. Tenemos por fin un disco que llevamos a cada actuación y, ahora sí, quien quiera puede volver a escuchar el concierto cuantas veces desee.
Nunca me consideré compositor y no quiero entrar en competencia con los que han elegido ese camino como profesión. Ni siquiera lo considero un complemento sino, más bien, una necesidad. Quería tener una obra distinta, al margen del repertorio tradicional, y quería que se pudiera tocar en cualquier círculo musical. Así que recurrí a mi intuición, a mi oído, a los compositores que venero y, cómo no, al propio libro de Antoine de Saint-Exupéry. La música se oye sin ningún problema y está al servicio del mensaje que encierran esas páginas universales. He evitado recurrir a cualquier artificio y a cualquier ejercicio de virtuosismo. ¿Para qué? Sólo leía y releía hasta que las imágenes se iban transformando en música.
Aún me sonrojo cuando escucho los comentarios tras la actuación pues como pianista nunca me he tenido que preocupar por responder de la obra sino de su ejecución. Afortunadamente mi hija se lleva buena parte de la gloria y acepta los elogios mucho mejor que yo.
De los capítulos que componen el libro seleccioné trece, los que me parecieron más trasladables a la partitura: El Vuelo, Puesta de Sol, La Flor, El Rey de Púrpura y Armiño, El Bebedor Avergonzado, El Hombre de Negocios, La Serpiente en el Desierto, El Jardín de Rosas, El Zorro Domesticado, Un Pozo en el Desierto, La Búsqueda con el Corazón, La Risa de las Estrellas y El Regreso.
Tras estos años interpretándola, cada vez que la toco sigo sintiendo una sensación estupenda. Por eso la quiero compartir desde este blog. He abierto una nueva página, a la que se accede arriba, por si alguien quiere conseguir el Cd.

Que paséis unas muy Felices Fiestas y, como dice El Principito, "que los adultos conservemos lo mejor de nuestra alma de niños".

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Depende de mí

Poco a poco, tacita a tacita, el número de entradas va creciendo. Ya sé que es un tópico, pero cuando se empieza a escribir no está nada claro si el final del blog será cercano o se podrá estirar lo suficiente sin que decaiga el interés. El caso es que ésta es la número 100, así que, como se suele decir en los cumpleaños, por lo menos otros tantos.
Siempre me planteo antes de comenzar a escribir si ese día optaré por abordar un problema o por comentar alguna historia gratificante. No es fácil decidir porque en el fondo siento que la parte difícil de nuestra carrera es la que puede interesar más. Pero inmediatamente pienso en que si no describo los momentos felices y positivos estaría mutilando la realidad. En el equilibrio debería estar la virtud aunque lo deseable sería que la música, el piano, fuera de verdad un mundo maravilloso. Que lo sea va a depender de si lo controlamos desde nuestro interior o dejamos que los elementos externos gobiernen nuestros sentimientos. ¡Qué fácil es decir esto!
No dejo de aprender por cualquier lado que vaya, con cualquier libro que lea o con cualquier película que disfrute. Ayer mismo, viendo una serie en televisión, Anatomía de Grey, volví a constatar algo que siempre me ha impresionado de los norteamericanos: cómo tienen perfectamente delimitadas las parcelas. La familia por un lado, el trabajo por otro, la propia persona siempre... Llaman a las cosas por su nombre, por muy crudo que pueda ser, para, a continuación, aclarar que 'no es nada personal'. Continuamente, ante los problemas, se dicen frases del tipo 'madura de una vez', 'aclárate las ideas' o 'tienes que decidir ya'.
Por supuesto que son guiones y es muy fácil concretar los pensamientos en pocas líneas sin hacerse un lío ni decir justo lo contrario de lo que se desea, pero yo aprendo. En una escena en concreto, una doctora entró en el ascensor y encontró a un compañero llorando al que habían pillado engañando a su prometida (qué original). Esta doctora acababa de ser despedida y portaba su típica caja de cartón en la que caben años de vida. Se dirigió al chico y le dijo: "¿Me ves llorar? Me acaban de despedir y no sé qué va a ser de mí, pero no lloro. Sólo sé que mi futuro depende al cien por cien de mí y de nadie más. No tengo ningún miedo. Mi vida depende de mí."
Si pudiéramos sentir y pensar así, convencidos de esta sentencia tan clara, nos ahorraríamos el ochenta por ciento de nuestros malos momentos. En la vorágine de la vida, los que tienen definido su objetivo ya tienen la ventaja asegurada para conseguirlo.
Yo creo que los pianistas pensamos demasiado y escuchamos demasiados comentarios. Todo debería ser más sencillo y de hecho lo es, pero nos negamos a levantar la vista y mirar con ojos despejados. La dificultad va intrínseca en la profesión, pero como en todas. ¿O es fácil abrirle a alguien el tórax, sacarle el corazón, hacerle un recauchutado de venas y arterias, volver a rellenar el hueco, hacer un zurcido decente y en horas o días aquí no ha pasado nada? Que se podía haber muerto la criatura. ¡Igualito que nosotros!
No, no somos patéticos, somos buena gente, somos crédulos, somos confiados y estamos a disposición de la dirección del viento. Igual deberíamos cerciorarnos de con qué tripulación convivimos y si daríamos la vida por nuestro capitán (esto es lo que tiene tanta tele). Igual, aunque sea en una embarcación muy pequeñita, podemos elegir nuestro rumbo, lograr nuestra velocidad adecuada y disfrutar de las olas, las nubes y las gaviotas. Cuando venga el temporal, tendremos la sabiduría y la fortaleza para capearlo.
Es nuestra ruta, nuestra vida... y depende únicamente de nosotros.

domingo, 16 de diciembre de 2012

BWV 846

Por si algún despistado pasa por aquí, aclararé que no estoy vendiendo ninguna moto de gran cilindrada. Esta numeración se corresponde con una de esas pequeñas, y enormes a la vez, obras de arte que Bach nos dejó para el disfrute diario.
En apariencia, muy sencilla de tocar, en esa tonalidad de Do mayor que nos inculcaron desde pequeños que era la más fácil y que con el tiempo descubrimos que era muy engañosa. Creo que todos conocemos varias versiones del Clave bien temperado porque es una colección que se ha grabado bastante bien. Así, numerosos pianistas de renombre la tienen en su discografía.
Me gustaría comentar, muy por encima, algunas de ellas, para ver que esto de tocar el piano, o mejor dicho, interpretar, es muy complejo y admite infinidad de variantes. De paso, dejo constancia de mi total desacuerdo con esas opiniones que dicen ser la única verdad y que tanto abundan.
Podemos comenzar por la de Wanda Landowska, pionera absoluta con su clavecín, preparado o no, que me ha sorprendido positivamente por su tiempo (hacía siglos que no la oía y la tengo en LP), cadencia final incluida.
Sin abandonar el clavecín, podemos saborear la de Gustav Leonhardt, de quien ya comenté que fue un gratísimo descubrimiento. ¿Y ésta de Bob van Asperen? Ya empezamos con las cosas raras.
Rosalyn Tureck está considerada como una gran especialista y, sin embargo, esta versión me da un poco de bajona. Ahora, la escuché en directo en Sevilla allá por los 80 y fue alucinante el manejo de voces que la señora realizó. Impresionante. Un personaje curioso a quien tuve como jurado en el 'Pilar Bayona' de Zaragoza en el 85.
¿Qué hacemos con nuestro querido Glenn Gould? Sin comentarios, que ya los hace él mismo. Pero, oh sorpresa, escuchad al magnífico Grigory Sokolov haciéndole la competencia aunque un poco más rápido (y no os perdáis la Fuga).
Andras Schiff ha dejado dicho que el pianista que no toca a Bach no se puede considerar pianista. Un poco exagerado pero dicho queda y siempre se remueve algo por ahí dentro. Ahí están sus líneas de fraseo. Vosotros mismos.
Angela Hewitt, esa pianista canadiense con tan buenas versiones de Bach, lo ha grabado dos veces en menos de una década. Esta creo que es la segunda, la de 2008 (no encuentro la de 1999 aunque la tengo en mi ordenador).
Al frecuentemente precipitado virtuosismo de Vladimir Ashkenazy (¡quién pudiera!) se opone esta versión pausada.
Y acabo esta lista interminable, por no decir infinita, con la versión que desde que la oí transformó la idea que tenía de Bach al piano, la de Sviatoslav Richter, cualquier cosa.

Bueno, pues a ver quién es el guapo que se atreve ahora a decirnos que esta obra hay que tocarla de una manera concreta (y me refiero, por extensión, a todo el repertorio). ¡Qué grande es la música! 



miércoles, 12 de diciembre de 2012

Algo de magia


Hay una frase de Mozart que dice así: “Vivir bien y vivir felices son dos cosas distintas. Y la segunda, sin algo de magia, seguramente no me ocurrirá”.
Estaba a punto de escribir una nueva entrada, desperezándome de una breve siesta, cuando un ángel me la sopló al oído (más bien me la introdujo hasta depositarla en el epicentro de la cabeza). A bote pronto pensé en otra de las frases que más me impactó de este genio, que sólo quería que le quisiesen (no es poco pedir), pero vi el potencial atemporal que encerraba la primera.
Traslademos a nuestros días esas palabras y veremos que la globalización nos ha hecho instalarnos en el primer objetivo, vivir bien. Todo, absolutamente todo, se traduce en dinero. Vivir bien implica una buena casa (o, mejor, varias), coches de gama alta, ropas de diseño, joyas, relojes deslumbrantes (o pelucos)… (no sigo porque me aburre esta enumeración propia de horteras televisivos).
Parece que éste y no otro ha de ser el principal objetivo de nuestras vidas, cuando no el único.
Añadamos los tiempos convulsos que parecen eternos y esta crisis cuyos beneficiarios no están dispuestos a ponerle fin. Con estos ingredientes, lo de la buena vida está un poco más lejos de nuestro alcance. Pero ya nos está diciendo Mozart que no tiene nada que ver con ser felices, que esto necesita de algo de magia para que suceda.
Junto con la frase inicial, el ángel me sopló un añadido en forma de cuento escrito por Milena Agus en el que la felicidad había llegado a los miembros de una familia en forma de pérdida de bienes materiales junto con su mudanza a una parcela de tierra en medio de unos montes que daban al mar. La subsistencia primaria obtenida de la tierra y unas pocas gallinas, la relación pacífica con los vecinos y el alejamiento de la gran ciudad habían significado para estas personas, antes acomodadas y con buen nivel intelectual, el regreso a su camino adecuado.
Hace unos años que me trasladé a vivir a un pequeño pueblo. El mayor inconveniente es justamente el alejarse de todo lo que ofrece una urbe desarrollada, pero nada más. El jardín que disfruto no está en mi casa, sino que son cientos de hectáreas llenas de olivos, girasoles, trigales, flores silvestres, naranjos, eucaliptos, pinos, vides e innumerables hortalizas. Los animales de compañía son los pájaros, las ovejas, los caballos, los perros, las hormigas, las abejas, las mariposas, los grillos, los gatos y todo lo que podáis imaginar.
Si a este escenario le añadimos una ocupación como la nuestra, la música, y si somos receptivos y estamos alertas ante la aparición de algún hecho mágico, es muy probable que sintamos frecuentes momentos de destello luminoso. Pero estoy seguro de que la magia no necesita siquiera de un decorado. Es verdad que ayuda pero no es imprescindible. La magia nos puede llegar cuando menos la esperamos al abrir un libro, al ver una película, en torno a una buena mesa o sentados al piano. La cabeza que tanto nos cuesta dominar es la que tiene que dejarnos disfrutar con total plenitud esos momentos cotidianos que, sumados y acumulados, escribirán nuestra vida.
La magia, la felicidad, suelen llegar de manera inesperada, sin previo aviso. Tenemos que intentar que nuestro espíritu se calme, lograr un estado más o menos estable de serenidad e hilar una sucesión de vivencias, pasadas y presentes, para que el materialismo de este mundo no empañe nuestra sensibilidad y nos haga estar ciegos ante los dones que nos han sido concedidos y que nos rodean.
 
El ángel siempre me recuerda que el dinero no es más que ‘papelitos de colores’, que nos permiten comprar cosas, pero nada más. Lo importante es lo que hagamos con nuestra vida, cómo la rellenemos y con quién la compartamos. Entonces veremos que la magia existe y nos rodea. Entonces, igual comenzamos a vislumbrar la felicidad.

domingo, 9 de diciembre de 2012

Disciplina

En varias entradas he escrito acerca del disfrute personal, del tiempo libre, incluso de la necesidad de parar en el estudio o aflojar la intensidad para que no se nos vaya la olla. Eso lo tengo claro a estas alturas de mi vida, lo que no significa que me resulte aún de fácil aplicación (para eso está uno marcado con un hierro candente).
Pero estoy convencido de que no podremos lograr ningún objetivo si no tenemos un mínimo razonable de disciplina. Por mucho que nos cuenten y queramos creernos, nadie llega a nada con el piano si no tiene disciplina. Lo de la facilidad, los niños prodigios u otros bichos raros es un cuento si no van acompañados de un esfuerzo constante y largo en el tiempo. Ya he contemplado demasiados casos de jóvenes promesas perfectamente dotadas para la música a las que el sistema de trabajo que requiere nuestro querido instrumento ha dejado fuera del camino.
Creo que es fundamental aplicarla en muchos campos, hasta para asuntos menores y cotidianos. La tendencia al mínimo esfuerzo no tiene por qué ser despreciada si obtenemos el resultado que nos proponemos. Pero habitualmente solemos necesitar un poquito más. ¿Qué hacemos cuándo tenemos por delante una obligación, un encargo, una tarea..., lo que sea, y no tenemos demasiadas ganas de cumplirla? Pues que tiramos de la disciplina y listo. Es cuestión de hábito. Por mucho que en nuestra educación hayan metido el trabajo como la glorificación del ser humano, el pasarlo bien y divertirse son igualmente sagrados (esta parte no la dan en clase o yo falté ese día). Sólo hay que dividir cada parcela y cuidarla como corresponde.
Quiero explicarme bien para que no pueda parecer que un pianista sólo vive del estoicismo y rehúye el epicureísmo (...). En serio, lo más difícil de todo en la vida es lograr el equilibrio. Por mucho que leo al respecto, la palabra disciplina aparece como el verdadero motor de cualquier actividad. Y hace falta aplicarla también para el ocio. Si no nos aplicamos en tener un tiempo dedicado a desconectar, a evadirnos, es probable que las horas muertas pasen sin pena ni gloria con nuestra obsesión en no separarnos del piano (aquí los jueces deberían imponernos el alejamiento como medida preventiva a la comisión de futuros delitos, en especial contra nosotros mismos).
Cuando por muchos sitios distintos me preguntan cómo se puede dedicar uno al concertismo no tengo una respuesta mágica. Es más, sé que hay buenísimos pianistas que viven esperando que su hada madrina aparezca con la varita. Pero esto es como la lotería, que nunca toca. Nos toca a cada uno poner todo de nuestra parte para conseguir lo que, en pleno uso de nuestras facultades mentales (o, igualmente, con el juicio perdido, lo mismo da), nos propusimos ese día en el que vislumbramos nuestro horizonte y nos gustó tanto que nos pusimos en marcha. Sin disciplina, la euforia del comienzo dura muy poco. Enseguida llegan las dificultades, externas e internas, las dudas, el cansancio, las distracciones. Si no lo tenemos claro y no conseguimos una inercia trabajada, lo normal es que abandonemos o nos quedemos a medio camino, en un estado de decepción nada deseable.
En mis años finales de carrera pertenecí a la tuna de mi Colegio Mayor (adiós a mi escaso prestigio). La fama de golfos y crápulas que poseen los tunos es inmerecida (?). ¡Es mucho peor! Cuento esto para acabar porque, tras las salidas nocturnas a rondar a las amigas y novias, regresando con el amanecer de un domingo cualquiera, servidor ponía el despertador a las pocas horas para sacar un buen rato de estudio antes de comer y otro por la tarde. Hubiera estado mejor en la cama, como el resto, pero me imponía ese horario porque era vital para mí no dilatar mi etapa en el conservatorio. Tenía claro el objetivo y no quedaba otra.
En fin, que lo cortés no quita lo valiente. Ahora mismo usaré toda mi disciplina para descansar un buen rato.

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Manos heladas

Con el frío que ha hecho estos días es imposible que las manos estén entonadas. Parecen de piedra por lo que cuesta mover los dedos. Si hasta duele pulsar con fuerza las teclas.
Bueno, quizás debería hacer una pequeña observación: es posible que esto del frío lo notemos más en Andalucía que de Despeñaperros para arriba. Es lo que tiene el tópico del sol y el buen tiempo del Sur. Cada vez que viene un 'norteño' alucina con lo frías que son las casas porque no están preparadas para unas temperaturas tan bajas. Pues si en una de esas casas hay un piano cuyas teclas parecen sacadas de una nevera, podemos imaginar cómo están los músculos.
Ya sé que lo suyo es usar la calefacción, pero cuando digo que falta infraestructura es que hay que calentar cuarto a cuarto, pasillos aparte, o sea, que de calefacción central, nada de nada. Y, además, un gran inconveniente: el uso abusivo de radiadores y similares me produce dolor de cabeza y embotamiento. Así que, difícil solución.
Hecha esta introducción sobre la construcción, me centro en las manos. ¿Qué hacemos cuándo te invitan a dar un concierto en un maravilloso recinto, plagado de obras de arte, de acústica un poco excesiva y que invita a la concentración más absoluta pues fue pensado para el recogimiento? Exacto, una iglesia. Insisto, una iglesia de Andalucía, que por ahí arriba sale aire calentito del suelo e incluso los bancos están calefactados. Uno llega en su coche, con los cristales empañados, a temperatura ideal. Pero, claro, no nos bajamos y empezamos a tocar el recital, sino que hemos llegado con antelación. Nada más cruzar al interior, la primera bocanada te hace recordar un anuncio de caramelos de menta. No importa, hay bufanda, abrigo o polar y guantes calentitos. ¿Habéis leído alguna vez las instrucciones de una nevera o un congelador? Suelen traer una tabla de tiempos de refrigeración y congelación. Pues se puede usar tranquilamente para una iglesia. Afortunadamente, para congelar un buen trozo de carne hacen falta veinticuatro horas. Os puedo asegurar que no hay radiador que nos haga entrar en calor. Pero el concierto hay que darlo. No puedo dar recetas infalibles, pero he oído que es importante mantener el calor en los pies (y en la cabeza pero no vamos a salir como Gulda con su kipá). Debajo de la ropa elegante, todas las camisetas para la nieve que podamos. El propio esfuerzo de tocar hará que mantengamos unos grados suficientes para que la hipotermia no nos adormezca.
Pero, ¿y las manos? Seguimos con ese problema. Tengo un amigo que usa una cajita en cuyo interior combustiona (arde) un material. Es metálica y va forrada de terciopelo. La última vez que le vi usarla salió con quemaduras en las palmas. Yo suelo meterlas en los bolsillos de un polar que es muy calentito y duran por lo menos para la primera parte. Las recaliento en el descanso y así llego al final. No siempre lo consigo y me pregunto cuando acabo cómo he podido siquiera articular el más mínimo pasaje. No me lo explico. En una ocasión fui a Madrid a pedir una recomendación y me invitaron a ganármela, es decir, tuve que tocar así, sobre la marcha, lo primero que se me ocurriera. Recurrí a mi inefable Vals Mephisto sin caer en la cuenta de que en la calle estaba nevando y que el más mínimo golpe en mis dedos podría hacerlos añicos, como con el nitrógeno líquido. Y toqué. No sé qué fuerza tiene el cerebro para dar órdenes a pesar de las circunstancias. Hasta Mozart se quejaba del frío en las manos mientras esperaba en los palacios antes de actuar.
Lo que sí es verdad es que las manos frías no siempre se deben a la meteorología. Cuántas veces hemos estado helados en agosto (y no por el aire acondicionado precisamente). La única solución para que las manos estén calentitas del todo y relajadas aparece justo con el último aplauso, cuando llegamos al camerino (o a la sacristía). Entonces sí que podríamos tocar cualquier cosa. Mientras tanto, seguiremos buscando remedios.

domingo, 2 de diciembre de 2012

¿Dónde es el concierto?

Esta pregunta parece simple, intranscendente. Cuando nos contratan podríamos pensar sólo en para quién vamos a tocar, tanto el público como la entidad. También se piensa pues hay lugares que tienen más trascendencia que otros, aunque eso no deba influir en nuestra preparación (al menos en teoría).
Pero el lugar físico donde vamos a desplegar nuestras habilidades, ¿importa en realidad? La respuesta la tengo clara: sí, por supuesto que sí. Pasamos mucho tiempo preparando un recital para que nos dé lo mismo una sala que otra. Ya comenté en otra entrada lo diferente que era tocar un piano u otro.
Le daba vueltas a este asunto esta semana pues volvía a actuar al Antiguo Conservatorio María Cristina, en la ciudad de Málaga, donde realiza sus conciertos la Sociedad Filarmónica. La primera vez que pisé su escenario fue en el año 1987 (vaya, 25 añitos). Desde entonces he vuelto con regularidad, más o menos cada tres temporadas. Es una sala preciosa, llena de encanto y con una historia muy jugosa. Por allí han desfilado los mejores, desde Albéniz a Rubinstein, pasando por Sarasate y Kempff. Antes de la restauración integral por la que ha pasado, las paredes de los camerinos estaban llenas de fotos de todos los grandes que habían actuado años atrás y era muy emocionante pensar que iba a compartir algo con ellos o que alguna gracia me podría impregnar.
Ahora esa zona, oculta al público, se ha modernizado, lo que se agradece en algunos aspectos, pero ya podría ser cualquier otro camerino de cualquier otra ciudad. Ya no están los viejos tresillos para descansar ni las mesas de madera. Todo luce de un blanco impoluto y el mobiliario es funcional, adecuado a la vida moderna.
Es curioso, pero cuando ya has realizado el ensayo previo y toca refugiarse en el camerino, la antigüedad de los objetos te ayuda a viajar en el tiempo, a trasladarte a otra época. Igual no sirve de nada pero el ambiente, a veces, hace que nuestra 'interpretación' parta de un punto más cercano a los compositores.
Hoy se tiende a la normalización, al estándar: casi todos los auditorios son iguales, como pensados para conciertos en serie y no para lograr momentos especiales, únicos. Igual este punto de vista me viene porque ya tengo una edad y desde pequeño conocí teatros más clásicos, con butacas de cuero, decoraciones exuberantes, luces más amarillentas, olor a metales limpios, a ambientadores... El evocar estas sensaciones está claro que es algo muy personal y, objetivamente, no tienen que influir para nada en lo que después hagamos, pero me gusta, tiene algo del romanticismo del principio de las decisiones.
Y me queda por comentar la acústica de este Antiguo Conservatorio: tienen un magnífico Steinway gran cola, con sus años pero que conserva una magnífica pulsación, sobre todo para los pianísimos, que llena con facilidad todo el espacio. Siempre ha sido de una gran ayuda. En esta ocasión, que he actuado junto a mi hija Beatriz, necesité ejercer todo el control posible sobre el teclado para que la belleza del sonido de su violonchelo no fuera ahogada por semejante cañón. Eso me permitió relajarme al máximo pues con sólo posar las manos ya fluía el sonido, así que fue como tocar con la dirección asistida en modo City.

Por todo lo dicho, no me da igual una sala que otra, me siento más cómodo en unas que en otras y ya iré hablando de cuáles son en futuras entradas. ¡Ah!, se me olvidaba lo más importante: el público, como siempre, de lo más cariñoso.

miércoles, 28 de noviembre de 2012

Voy a clase

Estoy leyendo la biografía de María Callas que escribió Arianna Stassinopoulos. He decidido hacerlo con un lápiz ya que estoy encontrando pasajes muy jugosos y que, más que comentar, prefiero transcribir. No tienen desperdicio y hablan por sí solos (éste es el ingreso de María en el principal conservatorio de Atenas, el Odeon Athenon, para estudiar canto con la reconocida soprano española Elvira de Hidalgo).

"Elvira de Hidalgo habría de ser el primer Pigmalión en la vida de María. Desde el momento en que llegó María para su clase de las diez, Elvira de Hidalgo inició el largo, duro y a menudo doloroso proceso que consistía en liberar toda clase de cualidades en su alumna, en descubrir todas las capacidades notables que estaban encerradas en María, no sólo los dones musicales obvios sino la inteligencia, la pasión, la fuerza de voluntad y la audacia que habrían de constituir su singularidad. En cuanto a María, bajo la dirección de Elvira se sorprendía constantemente a sí misma. Descubrió músculos musicales y fuerzas musicales que ignoraba tener, y los hizo trabajar. Hasta la llegada de Elvira de Hidalgo a su vida, la extensión de su voz era tan estrecha que muchos maestros del Conservatorio estaban convencidos de que no era soprano sino mezzo. Ahora comenzó a desarrollar sus notas altas y a descubrir sus bajas de pecho. Era absorbente y, en ocasiones, vivificante. 'Yo era como un atleta -contó años después- que disfruta utilizando y desarrollando sus músculos, como el muchachito que corre y salta, disfrutando y creciendo a la vez, como la niña que baila gozando de la danza por sí misma y aprendiendo a bailar al mismo tiempo'.
María llegaba al Conservatorio a las diez de la mañana y, excepto una breve pausa para comer, trabajaba con Elvira hasta las ocho de la noche. 'Habría sido inconcebible permanecer en casa -dijo-. No habría sabido qué hacer allí'. Pero no sólo era que no habría sabido qué hacer allí. Si el hogar es el lugar donde está el amor, entonces el 'hogar' nunca había sido el hogar para María. Había sido 'allí', y su estrecha relación con Elvira de Hidalgo le facilitó el mantenerse alejada de 'allí' durante los periodos cada día más prolongados. (...) Elvira despertó en ella la comprensión de la grandeza y el esplendor de su arte. También dio al patito feo la primera visión del cisne en que habría de transformarse. E hizo algo más: cerró el abismo entre la visión y la realidad, no sólo con su enseñanza sino con su comprensión, sus alientos y su amor".

¿Es posible todavía establecer esta relación entre un profesor y un alumno? ¿Hay tiempo? ¿Hay ganas? Puede parecer exagerado, pero lo que sí tengo claro es la obligación inherente al profesor de saber sacar las cualidades ocultas de cualquier alumno e infundirle pasión y audacia. A menudo un alumno no deja de cuestionarse el porqué y el para qué de tanto esfuerzo y dedicación, y sólo la persona que le ha precedido y lo tiene bajo su tutela puede responderle y convencerle.

domingo, 25 de noviembre de 2012

No es lo mismo

Durante muchos años no he dejado de pensar en que, a pesar de todos los pesares (en sentido literal), la etapa final del conservatorio no acaba de prepararnos para lo que nos vamos a encontrar una vez salgamos a explorar la jungla (también en sentido literal).
Aunque siempre con matices, dependiendo de los profesores, lo habitual es seleccionar un programa variado en estilo para trabajarlo durante el curso académico: un puñado de estudios, una obra barroca, una sonata clásica, algo romántico, una pieza a elegir entre todos los 'ismos' del siglo XX y un concierto para piano y orquesta. ¡Qué largo!, o..., ¡qué corto! Todo es relativo, os lo puedo asegurar.
Lo que quiero comentar es cómo disponemos de mucho tiempo para hacernos con un número concreto de obras. El curso viene a durar unos ocho meses, de octubre a mayo, si acaso algo de junio (es un poco desperdicio cuatro meses en blanco que cada uno debe rellenar a su albedrío). Además, el número de clases se reduce con vacaciones intermedias, puentes, festivos y enfermedades, reales o imaginarias, que de todo hay.
Es verdad, añadamos en la coctelera el elevado número de asignaturas complementarias y presenciales que nos 'roban' esas preciosas horas que pasaríamos torturando a vecinos y familiares. Así que, sin saber muy bien cómo, siempre vamos asfixiados y con un estrés más propio de un agente de bolsa neoyorquino.
Bueno, pues a pesar de que el grado superior parece pensado para una reducida élite, me parece un paseo con lo que viene después. Y ahora que recuerdo el pasado, el concertismo me parece un paseo comparado con aquellos años. ¿En qué quedamos? ¿Qué es mejor? ¿Qué es peor?
Creo que, como todo, es algo mental y, también, una cuestión de perspectiva.
Los años de estudio van inevitablemente ligados a la repetición, al machaqueo, sobre todo por falta de entendimiento: hay que entender la obra, el estilo y el autor, y entender el sistema o el método de estudio. Todo es nuevo y por eso nos entra la sensación de que no vamos a poder, de que no es lo nuestro, de que es mejor abandonar. ¡Ojo!, ocurre en todas las carreras y profesiones, que siempre pensamos que somos únicos. Pero tienen como ventaja que, con sus inconvenientes, tenemos dedicación exclusiva y nos cunde, y montamos obras con una solidez que va a durar toda la vida gracias a tantos meses de insistencia. Además somos jóvenes, ilusos, estamos llenos de energía y la cabeza está centrada en una labor concreta.
¿Por qué somos tan inseguros cuando realmente deberíamos ir sobrados al examen o a la audición? La cabeza... Esa bola que parece que se rellena por sorteo, al azar, con la que tenemos que conformarnos. El profesor... Esa ¿bola? que parece que nos toca por sorteo, al azar, con el que tenemos que conformarnos. Si logramos que las dos 'bolas' caminen con ánimo hacia el mismo objetivo, entonces sí podremos hablar de un verdadero y placentero paseo.
Recordemos que un estudiante (casi) siempre tiene la intendencia cubierta. No es poco. Supone tiempo y energía. Por contra, un profesional tiene toda su vida para él, pero para gestionarla tiene que ordenar el horario y ahí es donde empieza a echarse de menos la libertad inconsciente. Comienzan a entremezclarse las obligaciones haciendo que los días corran de dos en dos. Ahora sí que es complicado seguir montando programas completos con el sistema recién abandonado. Es necesario cambiar el chip pues debemos optimizar las horas de estudio. Hay que mantener repertorio, incorporar obras nuevas, interpretar varios programas simultáneamente... ¿Quién me manda a mí meterme en este jaleo?
Mi compañera de viaje es quien mejor me ha hecho comprender que el uso de la cabeza lo es todo. Ahí está la clave y la solución. Cada etapa es distinta de la anterior, y en vez de quejarnos tenemos que sacar lo positivo y aprender de verdad. Afortunadamente, nada va a ser igual, nada va a ser lo mismo.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Antes de tiempo

Siempre me pasa lo mismo: tengo que tener listo el programa de concierto para una fecha concreta y nunca apuro hasta el final, necesito una antelación prudente que me dé seguridad. Así, puede ocurrir que unas dos semanas antes lo tenga a punto de caramelo. ¿Qué pasa a partir de entonces? Pues lo normal, que me canso, que me aburro, que necesito mantener el nivel demasiado tiempo, un extra que llega a ser, si no agotador, sí innecesario.
Pero, ¿qué hago? ¿Cómo se calcula que las obras estén listas para el recital justo dos días antes, ni uno más ni uno menos? Creo que no es posible. Me gusta recordar que tenemos mucha más capacidad de trabajo, de concentración y de obtener resultados positivos de la que nos creemos o de la que nos han hecho creer. Por eso, cuando arranco con un objetivo a vista, suelo lograrlo siempre antes de lo previsto.

Justo estaba en esta situación este lunes pasado. Tenía que seguir manteniendo lo que ya estaba harto de machacar y, claro, los años te van diciendo que ya está bien de hacer el indio. Por mi cerebro (alucinaríais con su funcionamiento) circulaba a toda velocidad, a punto de provocar un accidente, una frase lejana que me recordaba que no se puede dejar de estudiar, de tocar, pero sí se puede cambiar de obra. Es decir, si sigo sentado al piano con otro repertorio, no necesariamente para el concierto, pero que me estimule, que me haga disfrutar y haga que los dedos continúen su gimnasia necesaria, no me perjudicará en absoluto. Al contrario, hará que esté más tiempo tocando que si el hastío me llegara a cubrir de pies a cabeza.
Y eso hice: abrí el segundo tomo de las Sonatas de Beethoven y comencé a leer y a releer. Como si nada (el estar en dedos es lo que tiene) fueron cayendo la 21, la 27, la 28 y la 30. Con sus fallos y roces por las telarañas, pero eché una tarde 'enmimismado' gracias a estas obras inconmensurables. La otra alternativa era no tocar y vaguear cerca del instrumento por aquello del remordimiento. Tengo que reconocer también que intenté echar el rato con Schubert y Chopin pero no estaba yo para ellos. Beethoven nunca falla pues si no es una será otra la sonata que nos atrape.
Me temo que nunca conseguiré calcular el día y la hora exacta en la que tendré listo un 'encargo', pero si, como siempre me ocurre, llego antes de tiempo, sé que no importa, que eso es bueno porque la cabeza no para de trabajar, pero también sé que no debo dejar que la pereza que causa la repetición me haga bajar el listón alcanzado. Para eso sirve ese montón de partituras que siempre están sobre el piano, para esos momentos en que nos apetece más romper la rutina que obedecer a la obligación.
Y eso también es ser pianista, disfrutar con tantas y tantas obras que nunca vemos el momento de incorporarlas a nuestro repertorio aunque lo estemos deseando.

domingo, 18 de noviembre de 2012

Deportistas

Hace dos días hablé con un antiguo amigo, pianista y profesor de conservatorio (debería decir director, que lo hace muy bien). Le comenté que llevaba todo este año escribiendo en el blog y le resumí el motivo que me empujó a hacerlo: la incapacidad de la mayoría de tan siquiera plantearse dar conciertos después de tantos años de estudio. Me reconoció que ahora había gente muy buena, muy bien preparada, a la vez que justificó la realidad desde un punto de vista que yo ya había contemplado pero que no me llega a convencer. Me explico.
La carrera de pianista puede ser comparada con la de un deportista en el sentido de la exigencia del más alto nivel. Hasta aquí, de acuerdo. La vida eficiente de un deportista no es demasiado larga ya que el organismo se va desgastando y, queramos o no, los años pesan, más si hablamos de la primera línea. Y, en conclusión, lo normal es que decidamos acomodarnos sin tardar porque el esfuerzo que supone mantenerse no es que no compense sino que puede resultar insuperable. Por lo tanto...
La conversación no siguió por ahí así que no me puse muy pesado, eso lo dejo para ahora. A ver, que yo me entere. En primer lugar, un matiz: no estamos hablando de Kissin, Argerich o Arrau. que los dioses del Olimpo juegan en otra liga. Nosotros, los mortales, es verdad que necesitamos de mucho esfuerzo, de muchas horas y de muchos años para lograr un resultado decente, pero con los años, con la edad, si hemos sido constantes y tenemos una buena técnica, no necesitamos seguir echando entre seis y ocho horas diarias. Se puede ir reduciendo porque la facilidad de lectura, la espontaneidad con la que se resuelven ciertos problemas, la capacidad de comprensión de una obra y tantos otros aspectos van a permitirnos una mayor eficiencia en el trabajo. Entonces, ya dejamos de asimilarnos a los deportistas. Nosotros podemos rendir a muy alto nivel a pesar del paso del tiempo.
Me temo que esta explicación de por qué de tantos sólo unos pocos deciden dar conciertos no es la más adecuada. Estoy convencido de que los factores psicológicos pesan mucho más a la hora de creernos capaces de pisar un escenario. Y de esto va el blog y de eso es lo que no me cansaré de escribir. Si durante los quince años (redondeando) que somos estudiantes nos inyectaran vitalidad, seguridad, ánimo, carácter, diversión, optimismo, seguridad (nunca es suficiente) y tantas otras cualidades necesarias para ¿la vida?, estoy seguro que esta conversación habría sido muy distinta.
Una última diferencia: los deportistas se pasan su 'corta' carrera compitiendo, es decir, activos, practicando su especialidad. Los pianistas podemos hacerlo, con el mismo esfuerzo, pero sin salir de casa o del aula. Y ésa sí es una diferencia que nos deja a los pianistas en clara desventaja.

domingo, 11 de noviembre de 2012

En mi casa

Cuando montamos una obra nueva o tenemos a vista un recital en solitario, solemos tener una especie de inseguridad por la que se nos hace imprescindible que alguien, desde fuera, nos dé su visto bueno, su aprobación. Imagino que es una deformación que emana de tantos años de tutelaje en el conservatorio.
Conozco a muchos pianistas que, ante una fecha en su agenda, no dudan en reunir a un grupo de amigos para que lo escuchen en su casa, a modo de concierto privado, un previo al de verdad ante el público. En principio, puede ser una buena idea, ya que hasta que no tocamos en circunstancias 'extremas', la tranquilidad de nuestro estudio puede ser engañosa. Así que, me coloco delante unas cuantas orejas para que juzguen mi trabajo y, de paso, meto en mi cuerpo un poco de tensión similar a la que tendré dentro de unos días en el escenario.
Pero, ¿quién nos va a escuchar y a juzgar? ¿La portera del edificio, tres transeúntes anónimos y dos matrimonios que salían a tomar café? Pues no, claro que no. Vamos a llamar a antiguos compañeros, todos pianistas (al menos sobre el papel), que podrán aportar algún acompañante casual. En realidad, estamos reproduciendo una escena conocida, familiar: una clase en el conservatorio, una clase colectiva.
Para los que no han tenido esa experiencia, no es igual dar clases en solitario con tu profesor que rodeado de alumnos. No tocas sólo para una persona que va por delante en conocimientos y que, si todo es normal, te va a ayudar a superar todas las dificultades, sino ante compañeros, con los que puedes llevarte más o menos bien, y con los que mezclas, además de intereses académicos, intereses personales. Además, también actúan como un jurado que se añade a la figura del juez, por hacer un símil gráfico.
En un estado ideal de cosas, diez ojos ven más que dos y diez orejas oyen más que dos. Pero, ¿nos hemos puesto de acuerdo en qué hay que ver y oír? ¿Tendremos la capacidad de admitir comentarios y sugerencias de iguales? ¿Tendrán la capacidad de realizar comentarios y sugerencias con objetividad?
Cuando salí por la puerta del conservatorio, durante unos meses quise prolongar el vínculo. Me di cuenta de que ya no era lo mismo. Una cosa es consultar puntualmente una duda y otra bien distinta es seguir unido al buque nodriza por los siglos de los siglos. Así que decidí estudiar todo el nuevo repertorio por mi cuenta, convertirme en mi máximo y exigente juez, y presentar el programa, tras un estudio agotador, directamente en las salas. El rodaje en directo era real. Por supuesto que cuanto más se toca una obra mejor nos hacemos con ella, pero tenemos capacidad para hacerlos solos después de tantísimos años dando vueltas a lo mismo. Al menos, así deberían educarnos, en la seguridad de que seremos capaces de abordar cualquier partitura con rigurosidad y acierto.
Del miedo, del temor a no acertar, de ese enemigo conocido y constante, sólo vamos a sacar verdades a medias. Nunca llegaremos a conocernos realmente a nosotros mismos mientras no soltemos amarras y, en solitario, notemos de lo que somos capaces que, como no me cansaré de repetir, siempre es mucho más de lo que el entorno nos hace creer. Tocamos mejor de lo que pensamos. Todos.
Por eso huí de esas audiciones privadas para preparar un concierto, porque no tenía nada claro que fueran a ayudarme sino todo lo contrario, que pudieran alimentar a esos fantasmas con los que convivimos y casi siempre tenemos controlados. 
Y, además, en mi casa.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Momentos musicales

Aunque llevaba años oyéndolos y observando a algún compañero trabajarlos en clase, una fuerza interior fue la que me exigió meterle mano de una vez por todas y me tuvo todo un mes volcado, con la osadía además de una fecha de estreno fijada en la agenda. Me refiero a los Momentos Musicales de Rachmaninoff. ¡Qué obra!
Sólo me ha dado alegrías. Desde su estudio hasta cualquiera de las veces que las he interpretado. Nunca me canso. Es más, los uso como gimnasia cuando tengo que tocar otras obras menos exigentes.
La versión que he marcado es la de Lazar Berman. Este hombre siempre me ha conmovido por su manera de entender el piano y la música que de él ha sido capaz de sacar. Con dedos de sobra para ser un típico malabarista, eligió estar más cerca de la poesía, de la melodía clara, de los acompañamientos medidos. Fue otro de los pianistas soviéticos cuya aparición en occidente causó una auténtica revolución.
Tengo su colección de los Años de Peregrinaje de Liszt y creo que no he oído otra cosa igual en mi vida. O la misma Sonata del propio Liszt. Todos los medios técnicos puestos al servicio de la música. Nada del engreimiento de esos pianistas de fuegos artificiales. Y tantas otras obras en magníficas grabaciones, desde Schubert a Scriabin. Uno de los grandes.
Conozco otras versiones de los Momentos Musicales, y algunas flaquean desde mi punto de vista. No creo que este Rachmaninoff sea un escaparate de virtuosismo, más bien todo lo contrario, es una prueba musical (como queda claro con su título).
Por ejemplo, la grabación de Idil Biret para Naxos no es que me deje indiferente, sino que, incluso, me indigna. Es como si la hubiera leído deprisa y corriendo y nada más. Por el contrario, Horowitz, que no tiene nada que ver con Berman, me pone los vellos de punta con su versión del nº 3. Y no sé cómo calificar a Nikolai Lugansky, a quien he oído en directo y es capaz de darlas todas sin una gota de sudor y, quizás por esa misma razón, no decirme nada.
Pero si mi sorpresa llegó a un punto culminante fue al descubrir la grabación que Ashkenazy realizó para Decca en 2005. Toda la vida oyendo sus Preludios y Estudios, sus Conciertos, para que ahora haya dejado constancia de esta obra, con su habitual nivel, pero con un planteamiento que se queda corto, a mi modo de entender. No me gusta que mis ídolos, pocos, bajen el listón de exigencia. Desde su posición están obligados a ser ejemplares.
Por eso me apacigua oír a Lazar Berman, por su humildad, por su verdadera fuerza camuflada de timidez, por haber entendido los Momentos Musicales como una obra de arte a la que hay que mimar y respetar; una obra colosal que, una vez domesticada, deja ver un mundo rico en imaginación y pianismo; una sucesión de seis piezas muy distintas entre sí cuyo reto sólo puede causar satisfacción.
Así que, cuando tengáis un ratito, y si no lo habéis hecho ya, echadle un vistazo. Merece el esfuerzo.

domingo, 4 de noviembre de 2012

Fama

Me llegó hace dos días un video por el canal de Youtube Pianotreasures, que no para de subir audios y videos interesantes, por antiguos y desconocidos, de una pianista brasileña llamada Yara Bernette, de la que desconocía absolutamente todo. Es el audio de veinte Preludios de Rachmaninoff en la, por lo visto, primera grabación que se hizo de dichas obras (casi) completas.
Continuamente me encuentro con pianistas de cualquier nacionalidad, de un nivel altísimo, de los que oigo su nombre por primera vez. Me parece asombroso ya que estamos acostumbrados a mencionar a las grandes estrellas que, sin restarles mérito, lo son en buena parte gracias al respaldo de sus casas discográficas. Esto es lo que tiene el mercado, el marketing. Siempre son los mismos, desde hace muchos años ya, los que nos sirven de referencia, los que creemos únicos. Y, sin embargo, hay miles y miles de artistas que dedicaron su vida al piano y nunca tendremos noticias de ellos.
Muchas veces oímos decir que tal pianista es muy bueno pero que ni comparación con aquel otro de menor fama. Es como si sólo dicha fama fuera el baremo de la calidad. Recuerdo cuando Emil Gilels salió de la URSS y lo alababan como a un dios, cómo a él no se le caía el nombre de Sviatoslav Richter de la boca, quien aún no había traspasado las fronteras soviéticas. Pero también para eso hay que ser muy generoso.
Todo esto me lleva a pensar que uno de los factores que nos suelen llevar al decaimiento es justamente pensar que no vamos a llegar a ser mundialmente conocidos. Estoy convencido de que cada uno tiene su corazoncito en el que caben muchas ilusiones, pero también sé que un buen porcentaje eligió llevar una vida en segunda fila, por decirlo de alguna manera.
Tocar el piano tiene una buena dosis de disfrute personal, para uno mismo. Lo de tocar para los demás es un paso más, la consecuencia natural. Tampoco sería muy normal que nos pasásemos la vida estudiando sólo para nosotros sin que compartiéramos con nadie el resultado. Creo que es todo más sencillo, al menos debería serlo. Pero esta suma de actuaciones, de recitales, debe comenzar pronto, sin esperar a no se sabe cuándo, como si nunca fuera suficiente la preparación. Tocar no es sólo dar las notas, hay más cosas que aprender encima de un escenario y, por eso insisto, cuanto antes mejor. Si no, estamos condenados al 'yo no valgo'. No sé bien cuál es el momento, cada uno tendrá el suyo, pero estoy convencido de que si dilatamos el bautismo de fuego, igual se nos pasa tontamente la ocasión y entraremos en un punto de no retorno, con las consecuencias que vemos por todos lados: magníficos pianistas incapaces de poner un dedo delante del público.
El no tener fama no es importante. Nos conoce mucha más gente de la que pensamos. Siempre hay críticos, músicos, aficionados, colegas que nos leen en revistas especializadas y periódicos, o, simplemente, asisten a nuestros conciertos. Muchas veces me he quedado con la boca abierta ante un comentario de alguien a quien respetaba que me había escuchado en tal o cual sala y recordaba mejor que yo lo que había tocado y cómo lo había hecho.
Que cada uno decida y apueste por lo que quiera conseguir, pero no pensemos que hay una sola meta. Hay tantas como personas, como pianistas (que también somos personas). Así lograremos dedicar nuestra vida a lo que nos gusta sin sentir que el no ser Pollini, Brendel o Rubinstein es un fracaso. Como si para dedicarse a la pintura hubiera que ser Picasso o Velázquez.

miércoles, 31 de octubre de 2012

Al salir de clase

La verdad, los recuerdos se mezclan y a veces hasta son contradictorios. Cuando escribo las entradas para el blog intento ser coherente y equilibrar su contenido. Si sólo me dedicara a soltar bilis o, por el contrario, a dibujar un mundo de luz y color, creo que no serviría para nada. Por eso me gusta rescatar los momentos alegres, intranscendentes quizás, que acompañan a cualquier actividad.
Nos creemos que somos únicos de tanto que nos ven como a bichos raros. Pero no lo somos, en absoluto. Somos gente corriente, lo que no significa vulgar, que hemos dedicado un buen número de horas a intentar 'domesticar' unas teclas que golpean unas cuerdas. Y, como la única manera que conozco requiere el uso de la mente, es posible que la tengamos algo más desarrollada, pero ya está.
Por eso sonrío cuando veo a jóvenes pianistas, niños aún, queriendo aparentar una edad mayor, medio disfrazados de adultos, con un porte altivo que diga a los demás con quién se están cruzando. Niños que piensan, o quizás les han hecho creer, que el piano, la música clásica, tiene que ir rodeada de seriedad. Si están estudiando, pobre del que se atreva a interrumpir tan sagrada dedicación; si hay visitas, que se vayan pronto y sin hacer ruido; si son preguntados por su afición, usarán un lenguaje rebuscado, falsamente culto. Pero, ¿hemos olvidado que detrás de cada músico hay un gamberro? ¡Que levante la mano el que no lo sea! En efecto, pura fachada.
Ya con otra edad, cuando acababa la clase, una encerrona colectiva de cinco o seis horas, era el momento de la cervecita. De alguna manera, la tensión acumulada tenía que liberarse y surgían las bromas, los chistes, las tonterías, las carcajadas. Era una distensión absoluta en la que las preocupaciones por el resultado de la clase pasaban a segundo plano. Mañana sería otro día. Pero se convertía en necesario desfogar, pasar un rato divertido, fuera la hora que fuera. Lo más importante, aprender a reírse de uno mismo, sobre todo porque, como hubieses metido la pata de alguna manera, te lo restregaban sin piedad a mandíbula batiente. Si intentabas justificarte era peor, así que, lo mejor era aceptar los hechos como venían y quitar hierro, con lo que se cumplía perfectamente la función de aliviar la carga mental.
Creo que, de no haber existido esos espacios de alegría, de juego, de normalidad, no habría resistido una carrera tan larga y tan exigente. Si sólo vemos el lado del estudio, de la responsabilidad, de la seriedad, de la temprana madurez y de la exigencia, sin haber rebasado la barrera de los veinte años, ¿de qué infancia y juventud hablaremos a nuestros nietos? Los años pasan a una velocidad que no podemos ni imaginar, pero, por mucho que lo digan los que van por delante, nos negamos a escucharlos.
Así que, si alguien tiene su vida basada en el recorrido piano/conservatorio/piano, y empieza a notar que falta alguna parada intermedia, igual puede plantearse un escape, asistir a una fiesta, quedar con ese alguien especial para ir al cine, trasnochar sin necesidad de caer derrengado, jugarse una partidita en la Play (ojo con la tendinitis) o relajar el horario y, antes de volver a casa, tomarse algo con los compañeros, que son quienes comparten nuestras inquietudes, las mismas, y con quienes, al comentar en voz alta, perderemos el miedo a tanta incertidumbre, a tanta desazón y a tanta angustia que, en la soledad, puede llegar a producir nuestra querida carrera, nuestro querido piano. 

domingo, 28 de octubre de 2012

Tirar la toalla

Una expresión propia del boxeo que se puede aplicar a cualquier actividad: tirar la toalla. Está llena de contenido y de connotaciones, generalmente peyorativas, y al referirnos a otros no solemos aplicarla con demasiado cariño.
En muchos de los comentarios que recibo me estoy encontrando con que las palabras 'desánimo', 'abandono', 'frustración', 'agobio' y otras del estilo, son demasiado habituales. Pensaba que formaban parte de un pasado, no muy lejano, en el que la enseñanza carecía de pedagogía, era más descarnada, heredera de la no menos famosa frase la letra con sangre entra.
Mi memoria me recuerda a menudo la infinidad de ocasiones en las que eran más fuertes las ganas de dejar el piano que las de continuar. El salir de cada clase con el ánimo por los suelos, el ver que la meta era inalcanzable, la incomprensión, la soledad... Un panorama nada apetecible, la verdad. Y si le añadía el tiempo, los años, en los que la respuesta para cualquier propuesta de diversión con los amigos era tengo que estudiar...
Que uno mismo se pregunte qué hace dedicándose o queriendo dedicarse al piano está bien; cuando es tu profesor el que te lo pregunta..., te quieres morir. Y eso todavía ocurre. Y hay que ser muy osado para emitir un juicio sobre cualquier persona sobre su valía. En esta carrera hay muchos 'patitos feos' a los que les perdimos la pista hasta que los vimos aparecer transformados en bellos cisnes. Insisto, que uno lo piense forma parte del crecimiento, pero quien debe guiarnos está obligado a no meter la pata (que, en este caso, no es la madre del pato; un poco de distensión).
He dedicado muchas entradas a la relación alumno/profesor, siempre con el ánimo de que cualquiera que ame la música y quiera que su vida pase por el piano pueda hacerlo. Esto no es una utopía, es posible. No hay excusas. Por desgracia, o mejor pensado, por fortuna, en última instancia la decisión sólo es nuestra, absolutamente personal. Luego somos únicamente nosotros los que decidimos si seguimos o abandonamos.
La edad en la que comenzamos los estudios es muy temprana y, sin darnos cuenta, nos vemos rodeados de partituras, de apuntes de Historia, de ejercicios de Armonía, de más partituras... Y, además, el instituto. ¿Y cuándo vivimos? ¡Que tenemos una edad maravillosa e irrepetible y nos tiene que dar el sol!
Tenemos que tomar las riendas, que ya hemos demostrado que somos inteligentes y, generalmente, muy maduros para nuestra edad. Mantengamos la cabeza fría y no nos dejemos llevar por un mal día, o varios malos días. Es imprescindible tener clara la idea que nos mueve. ¿Quién dijo que iba a ser fácil? ¿Qué empresa o carrera lo es? Es cuestión de perseverar, de tomar un respiro en un momento de agobio, de airearse cuando el ambiente está viciado y enrarecido, de salirse un poco para tomar distancia y, sobre todo, de no exagerar ni ser dramáticos. En un momento bajo hay que quitar importancia y transcendencia, ver el piano como una asignatura más; o, más sencillo, mirar alrededor y ver las ocupaciones de la mayoría de los mortales.
Si quien nos está dirigiendo sólo se dedica a mostrarnos la puerta de salida, es hora de hacerle caso, pero para buscar a la persona adecuada. En el fondo nos está haciendo un favor pues ya sabemos lo difícil que resulta romper un vínculo. Hay profesores entregados a sus alumnos, que los animan, que les muestran sus virtudes, sus cualidades, que les corrigen los defectos sin hundirlos en la miseria, que los respetan. Y en muchas ocasiones, por cuestiones burocráticas, no están en donde les corresponde, pero están ahí, podemos dirigirnos a ellos, podemos consultarles, pedirles consejo.
Hay que resistir, hay que aguantar. No vivimos en un cuento, esto es la vida misma. Puede que no lo entendamos, que no paro de repetir que somos material sensible, pero hay que apretar los dientes, concentrar la energía que nos quede y reanudar la marcha. Los baches hay que bordearlos y dejarlos atrás, y cuando el camino nos parezca demasiado pedregoso, igual podemos hacer un alto y admirar el paisaje.
 
Agarrémonos a cualquier asidero. Todo antes que tirar la toalla.

miércoles, 24 de octubre de 2012

El artesano

Me enseñaron que la única manera de lograr dominar una obra era con tiempo y dedicación. La labor requería paciencia y detalle. Los años, la madurez, la constancia, el rigor y la entrega irían añadiendo a cada partitura un poso que no se puede obtener de ninguna otra forma. De ahí mi idea de comparar nuestro oficio de pianistas con el de un artesano, a la manera antigua.
Parece claro que las prisas que acompañan la vida moderna no colaboran, así como la necesidad urgente de rentabilizar el más mínimo esfuerzo. La producción en cadena está asociada a la optimización de los recursos y quien no lo entienda está desfasado.

Pues bien, yo me resisto, y creo que lo haré siempre, a montar programas como churros, a medio leer cualquier composición para presentarla inmediatamente al público, a no dar vueltas a mi cabeza mañana, tarde y noche en torno a una idea, a ensayar de prisa en un fin de semana escatimando las horas, en definitiva, a no respetar la creación de autores que merecen nuestra admiración.
Cuando abrimos por primera vez las páginas de una obra pianística, se produce un sobrecogimiento casi religioso. Hay una emoción contenida por embarcarnos en una nueva aventura. Aunque podamos tener referencias previas, hasta que nuestros dedos se van deslizando por las teclas no somos conscientes de si esa nueva pieza va a pasar a formar parte de nosotros. Es preciso hacer antes un recorrido visual, más o menos detallado e inteligente, para que los músculos no guíen al intelecto (al igual que en la vida). La impaciencia nos hará sentarnos frente al teclado para 'ver' cómo suena. Enseguida nos atrapará una melodía o, mejor aún, una armonía. Sonidos nuevos aunque familiares, leves descargas eléctricas que nos inducirán al trabajo.
Ahora comienza ese proceso, lento, en el que tendremos que desmenuzar para luego reconstruir. Es posible que, si tenemos facilidad de lectura, en pocos minutos u horas, aquello suene más o menos, pero siempre es engañoso. Hay que llegar al fondo, profundizar, y ya todos sabemos que podemos hablar de años. No significa que no podamos tocar una obra al poco de tenerla en dedos, al contrario, que el rodarla nos va a ir descubriendo multitud de recovecos, de posibilidades distintas, de flaquezas o puntos débiles, de errores de planteamiento. A la vez, los aciertos se reafirmarán y se irán haciendo sólidos. Después llegará una etapa de reposo, de maduración, un tiempo largo en el que olvidaremos, con la distracción de otros trabajos, lo que nos parecía claro. Al retomar, comprobaremos que hasta la velocidad ha cambiado. Todo lo que nos parecía insuperable se volverá asequible. Es el momento de reestudiar, si no nota a nota, al menos frase a frase. Los pedales, la articulación, la línea melódica, los matices, los acentos, la tensión, los puntos culminantes... Todo al detalle para construir el conjunto a la vez que fortalecemos nuestra seguridad.
Y así una y otra vez, año tras año, década tras década, que dicen los que saben que nunca se termina de aprender. Ésa es la grandeza de nuestra profesión, que la música está viva a través de nuestro entendimiento y nuestro arte, eso sí, siempre que la entendamos como una labor de artesanía, como dije al comienzo, sin prisas, con dedicación y con respeto, todo ello fruto de nuestro constante buen hacer.

domingo, 21 de octubre de 2012

Helarte por el arte

Cada día es más difícil abrir un ojo y salir de la cama o, en su defecto, levantar la cabeza del teclado para contemplar cómo discurre la vida. Uno de los efectos que más me gusta de tocar el piano es la sensación de evasión, de atemporalidad, de burbuja aislante. Tocando el piano nada existe fuera de él, los sentidos se van concentrando paulatinamente en la música hasta que dejamos de pertenecer al presente y nos trasladamos a otro mundo, a otra vida.
Me estoy cansando de que la actualidad marque el contenido de lo que escribo, pero, por otro lado, no puedo ignorar el camino que está tomando la cultura a manos de los cuatreros de siempre. Es el momento de los charlatanes, de los embaucadores, de los mercachifles, siempre dispuestos a usarnos, exprimirnos y desecharnos.
Aquellos que pretenden justificar los cambios que se están produciendo son los mismos que tenían en sus manos todo el 'negocio' del arte. Sólo pretenden seguir manejando a su antojo a todos los ilusos e ilusionados artistas, que se entregan sin reservas a unos especuladores que sólo miran por su ganancia. Las riendas siempre las llevan los mismos. Un pianista no quiere, por definición, saber nada de lo que ocurre en los despachos ni entre bambalinas. Un pianista está a lo suyo: a estudiar, a mejorar, a perfeccionarse, a disfrutar, a hacer disfrutar... Por eso ya comenté lo importante que es depositar la vida artística (tan difícil de separar de la otra) en una persona de absoluta confianza, y no es una frase hecha.
Estamos sufriendo las consecuencias de haber dilapidado una importante suma de recursos económicos durante bastantes años de bonanza. España pasó a ser una especie de paraíso donde todos querían venir a tocar debido a las elevadas sumas que se ofrecían. ¿Por qué? Porque estábamos en manos de catetos y mangantes. Catetos ('personas palurdas, torpes, incultas'), aquellos que sólo querían contratar nombres conocidos en el mundo mundial, cuanto más caro mejor, que preferían dos conciertos de postín al año a una temporada estable, con treinta o cuarenta actuaciones de igual o superior calidad pero menor brillo mediático, que hubiera creado una afición que estaría exigiendo continuidad; mangantes ('sinvergüenzas, personas que viven aprovechándose de los demás'), aquellos que hablan en nombre del pianista exigiendo cachés desproporcionados que el músico jamás ve, importándole poco o nada el desarrollo artístico o musical de una persona entregada a su arte.
Entre unos y otros hemos dejado pasar unas décadas brillantes en las que parecía que España iba a codearse con los países tradicionalmente culturales. La primera paradoja es que, si mi memoria no me falla, siempre han salido artistas en todas sus ramificaciones que han dado la talla y han paseado el pabellón con la mayor dignidad, con lo que no entiendo a qué seguir con el dichoso complejo que arrastramos desde el desastre del 98 (1898, ¿eh?).
Queramos o no, el arte es intocable pues el tiempo pone cada cosa en su sitio. De nosotros, a nivel individual y colectivo, va a depender que nos manejen o que podamos mantenernos en una actividad que va mucho más allá que de lo estrictamente económico. El patio está lleno de buenas ideas y de buenos intérpretes, así que siempre me resistiré a que el matón de turno no me deje hacer y dedicarme a lo en su día elegí, que es mi vida, y que tanto esfuerzo y entrega me ha costado. Y, por supuesto, a mi manera.

miércoles, 17 de octubre de 2012

Afición

Hace unos días leí en El País un artículo sobre la música en España, más en concreto sobre la educación. Abarca varios aspectos pero me quiero centrar en el que se refiere a la afición, ésa que es capaz de llenar las salas.
Si, como dice, durante cuarenta años no se ha podido generar un público preparado para continuar asistiendo a los conciertos, es porque algo ha fallado. ¿Qué ha pasado?
Hace años que tengo mis propias teorías, aunque sea por llevar en este mundillo cuarenta y cinco, lo que se llama testigo directo.
Es muy fácil, facilísimo, echar la culpa a 'la gente', esa masa indefinida que se deja manipular por el primero que les silba (o les toca la flauta). Pero gente somos todos y parece que siempre se habla de los demás, que no va con nosotros. Empecemos pues con un 'mea culpa'. Igual podríamos reconocer que los músicos no somos los más fieles asistentes a las salas de concierto. Siempre tenemos una excusa, una clase, un inconveniente, una crítica por adelantado, un desprecio por el intérprete... Veinte razones esgrimidas al unísono que nos imposibilitan mover el culo para sentarlo en una más o menos incómoda butaca. A la excusa del precio de las localidades podemos enfrentar la gratuidad de algunos, la ridiculez de la mayoría y, en el caso de los Auditorios, más caros, la posibilidad de buscarse la vida con esas entradas que siempre pululan por los despachos, conservatorio incluido.
Desde mi niñez recuerdo los conciertos de la Orquesta de RTVE, televisados a las doce de la mañana de los domingos. Aquí viene una de las causas más graves que tengo en mente: de la orquesta, nada que objetar, que es gratis criticar y difícil ver las cualidades de una formación muy completa que mantuvo un nivel alto gracias a sus excelentes músicos. Pero, ¿y la programación? Era de juzgado de guardia. Durante todos estos años citados, no ha habido un empeño claro de difundir la música. Unos dirigentes más o menos cualificados optaron por la vía del compadreo y del beneficio propio a la hora de seleccionar el repertorio que iba a llegar a un público no formado: si sólo se podía escuchar música contemporánea, de estreno, por aquello de cobrar los derechos de emisión y de autor, de compositores que en su mayoría nadie recuerda, y que te miraban con desprecio si osabas referirte a, por ejemplo, Beethoven, poca labor de difusión se iba a lograr. Así año tras año, hasta lograr que se identificara la clásica con un bodrio.
La música está ahí porque es maravillosa, pero no toda. Y enseñar al que no sabe implica hacerlo con honestidad, con entrega, y no con intereses económicos de por medio.
Durante lustros hemos estado en manos de mediocres y de interesados que han bloqueado el acceso a las grandes obras de los grandes maestros. Sólo de vez en cuando la 9ª de Beethoven, que llena la pantalla.
A esto se le ha llamado toda la vida empezar la casa por el tejado. ¿Resultado? No tenemos casa y el tejado se ha hundido.
Pongamos de nuestra parte para que la buena música llegue constante a toda la 'gente' posible, que no se apague su volumen, que no se confunda con otros ruidos, que se haga necesaria e imprescindible. No bajemos el listón, esforcémonos por ofrecer calidad, que con la excusa de 'no entienden' o 'nadie se va a enterar', hasta una obra sublime puede llegar a causar rechazo (por decirlo finamente). 

domingo, 14 de octubre de 2012

Alto Standing

Estaba ayer mirando algunas páginas web dedicadas a la música cuando apareció ante mí una referencia al 3º de Rachmaninoff. Se trataba de la grabación en directo que, en 1958, se hizo de la final del Concurso Tchaikovsky, contando con la participación al piano de Van Cliburn (aquí podéis oír y ver la Cadencia del primer movimiento). Tenía 23 años. Los que ya hemos doblado esa edad vemos a los jóvenes como muy jóvenes, pero los que la tienen o están cerca para nada se ven así, sino mucho más maduros (al menos yo pensaba así a mis 23). Supongo que esa es la relatividad y no lo que dijo Einstein.
Leí la breve reseña biográfica que aparece en la Wikipedia y me llamó particularmente la atención el párrafo en el que menciona su actuación ante todos los presidentes de Estados Unidos desde Truman.
Ahí me vinieron a la cabeza ejemplos varios como el que ya cité de las actuaciones de Rostropovich ante la reina Sofía o del concierto de Reyes que se inventó Plácido Domingo para festejar el cumpleaños del rey Juan Carlos, al que poco o nada le gusta la música. También Pau Casals actuó ante la ONU y en la Casa Blanca para Kennedy.
Parece que hay una especial atracción por aparecer ante el poder, ante los poderosos, como si eso concediera un certificado extra de calidad. Yo me echo a temblar cada vez que me anuncian que va a asistir cualquier pez gordo al concierto. Entre las medidas de seguridad y la tensión que genera al personal parece que la música pasara al último lugar. En una ocasión prohibieron el acceso de mi mujer y mi hija al ensayo previo con una orquesta porque no estaban en el listado de músicos y sólo podían entrar los acreditados. A protestar, a llamar al superior, a recibir excusas, que si un exceso de celo, que si los nervios... ¡Cuánta chorrada! Ahora va a resultar que no somos todos iguales.
Todavía recuerdo un concierto en el que se esperaba la visita de un riquísimo y poderoso hombre de negocios (a mí me daba exactamente igual que viniera o que no pues iba a formar parte del público y nada más) y apareció rodeado ¡por cuatro guardaespaldas!
También me alucina el efecto en cadena que produce el anuncio de asistencia de alguien de arriba (no, Dios no viene a mis conciertos). Era en uno de esos festivales que se empeñan en nombrar a la reina presidenta de honor. Parecía que iba a asistir y, de repente, el teatro se quedaba corto para las invitaciones a cargos políticos, militares y civiles, siendo imposible conseguir una entrada normal. Ante la repentina suspensión de su real presencia, sin el más mínimo decoro por ninguna de las partes, las autoridades se relajaron y dedicaron la tarde a otras ocupaciones más productivas o, si no, más placenteras que tragarse un concierto de música clásica. Afortunadamente, quedaba el terreno, o sea, el patio de butacas, despejado para los aficionados de verdad.
Yo pensaba que Mozart y Beethoven habían marcado un antes y un después con respecto al vasallaje y la sumisión pero veo que no. Me entristece contemplar cómo se trata a grandes músicos como mercancía (de calidad, eso sí, que arriba sólo se consume en plan gourmet) y mucho más cómo ellos se prestan. Si los conciertos se desarrollan en los teatros o auditorios, pues que asistan como público, si quieren a su palco privado, pero que no den una imagen frívola de 'lo quiero, lo tengo' porque está de moda.
Eso no quita ser educados si vienen a saludar, que forma parte del juego social, pero sin perder de vista que hay un mínimo que respetar. Que asista tal o cual persona no debería ser el titular de la noticia en el periódico sino el músico que ha protagonizado el recital. Al menos, eso pienso yo.