miércoles, 29 de febrero de 2012

Cursillos

Hará poco más de dos años volví a oír la grabación que conservo de mi primer concierto con orquesta, con fecha 3 de enero de 1975. No buscaba nada en particular, sólo recordar. Pero, con sorpresa, pude reconocer mis rasgos característicos de pulsación, lo que podríamos llamar mecanismo. Obviamente, el tiempo y el estudio han ido llenando las mochilas que ahora cargo. Era algo que no dudaba en admitir para los grandes: grabaciones de juventud, de madurez y de vejez en las que se podía advertir al mismo pianista, diferenciado por las cosas de la edad.
La conclusión a la que llegué fue que, como bien todos sabemos, cada pianista es distinto gracias a sus propias condiciones. Si no, todos los alumnos de un mismo profesor serían clones, y para nada. No digo ya la anatomía de las manos, brazos y torso, sino algo tan simple como la elaboración mental de los conceptos musicales y su posterior exteriorización.
¿A dónde quiero llegar? Pues a que, a pesar de todas las influencias que podamos tener, siempre tocaremos como somos. Aprenderemos muchas obras de diferentes estilos, y lo haremos bien, pero será nuestro sonido el que salga.
Un pasito más: si logramos permanecer con un mismo profesor qué menos que entre cuatro y seis años, podremos asegurar que nos ha formado en su escuela, su técnica y su entendimiento de las cosas. Incluso nos comentarán cómo nos parecemos en tal o cual obra al susodicho. Hasta imitaremos los movimientos, la respiración, los dejes, los tiempos (lo de tempi lo dejo para los eruditos), los matices..., excepto aquello que es completamente personal e intransferible. Por eso sólo nos parecemos, no somos iguales.
Pues bien, si este proceso dura tanto y no nos cambian ni con un buen tuneado, ¿qué podemos esperar cuando asistimos a un curso o cursillo (cursito dice mi hija), o a una master class (es curioso cómo la resume la Wikipedia)? Todo y nada.
Todo: Abramos la mente a nuevos conceptos, a otras técnicas y a otras posibilidades. Da igual quién sea el master and commander, a buen seguro dirá cosas interesantes basadas en su propia experiencia y recorrido. Conoceremos nuevos compañeros que, si no nos cerramos en banda y vamos de la manita los del grupito de siempre, podrán durarnos toda la vida y nuestros caminos se irán entrelazando. Admitiremos que no hay una sola verdad, ya que entonces no harían falta ni los conservatorios ni los profesores; habría una especie de manual universal y listo. Comprobaremos con gusto cómo se puede tocar un pasaje de la manera que tenemos "prohibida", y suena bien.
Nada: Mi profe es el mejor y nadie lo supera. Todos están equivocados pues así no se toca y está mal. Te diga lo que te diga al corregirte ya lo estás olvidando y lavándote las manos con lejía. No sé ni cómo se atreve a dar clases si ni siquiera sabe tocar... (basado en hechos reales).
¡Lo que hay que oír y aguantar! Vayamos a donde nos venga en gana (así, suavito, sin alterarme), con las obras que toquemos de siempre y, en especial, con las nuevas (no es una exhibición, es una clase), atendamos también a los demás pianistas de los que aprenderemos (todos estamos en lo mismo) e incluso descubriremos repertorio que nos atraiga, vayamos después de copas para relacionarnos (yo no, yo me voy que tengo que estudiar...) y, por supuesto, sin duda alguna, vivamos algún curso de verano, de esos de tres semanas o más, con alojamiento incluido, lejos de todo, rodeados de música, de ilusión y de ganas, con un profesor que, simplemente, sepa escuchar y no pretenda volvernos del revés, que tenga una visión amplia y nos ayude a avanzar, a crecer y, sobre todo, a confiar en nuestro potencial, que lo tenemos.
Sólo una cosa más: esto no es un álbum que tenemos que rellenar con todos los cromos. Una mínima selección (más que nada por una cuestión de tiempo) no vendrá mal, que después se leen curriculum con el nomenclátor pianístico completo y tampoco es necesario.

domingo, 26 de febrero de 2012

Maestro

Esta carrera es muy larga y lo normal es que hayamos pasado por las manos de varios profesores. El último suele ser el que más huella nos deja, pero pienso que no somos conscientes de la influencia que ejerce sobre nosotros hasta pasado, como poco, el ecuador, lo que suele coincidir con nuestro crecimiento emocional. Aunque el sistema de la clase puede variar, es obvio que la enseñanza que recibimos es individualizada, al menos, en el momento de tocar, ya estemos solos o rodeados de compañeros. Esta relación tan estrecha da lugar a un fuerte lazo del que va a depender nuestro futuro.
En un estado ideal, nuestro profesor es una persona formada, con experiencia, equilibrada, generosa y observadora, sólo pendiente de nuestra formación y progreso. Es un pianista que va por delante en este sinuoso camino. Que, incluso, ha ido y vuelto para transmitirnos sus conocimientos. Tiene la obligación de hacernos mejorar, de señalarnos los defectos y de anotar las faltas de cara a sacar lo mejor de nosotros mismos.
Pero, ¿qué ocurre si sólo se queda en eso, en la parte negativa? Pues algo tan evidente como que sólo nos va a crear desánimo, inseguridad, ansiedad y..., miedo. Sí, miedo a equivocarnos, a no dar la talla, a dejarle en mal lugar, a decepcionarle, a no tocar como él quiere y a hacer el ridículo. ¿Es posible que medio interpretemos una obra con esta carga?
El profesor tiene el deber de crearnos el ambiente propicio en el que podamos exteriorizar, lo más naturalmente posible, la obra estudiada. ¿Cuántas veces hemos llegado a la doble barra incómodos, conscientes de que no estamos logrando ni la mitad de lo ya conseguido? Y, cómo no, sabemos perfectamente lo que nos va a decir y lo que nos va a corregir. Da mucha rabia. Pero esto lo tiene que advertir esa persona que antes también fue estudiante, que nos conoce, que nos ve crecer y que maneja nuestros puntos fuertes y débiles.
Este profesor es el que nos orienta por un repertorio infinito, que quiere llenar los posibles huecos o carencias, que define los autores que mejor nos van, que calcula nuestro nivel de resistencia, en definitiva, nos tiene en sus manos, entregados.
Me recuerdo estudiando en función de lo que sabía se me iba a exigir, por mucho que la teoría fuese bien distinta. La personalidad de cada alumno es distinta, bien distinta, y el profesor ha de estar atento para que, al moldearla, no se rompa. Está tratando con material altamente sensible. Deberíamos llevar una pegatina amarilla que pusiera "FRÁGIL".
¿Por qué caen tantos por el camino? He visto demasiados compañeros que abandonaban estando llenos de cualidades. ¿Es tan alta la cima que el miedo nos paraliza? Creo que no. En realidad, no hay cima. Más bien hay una meseta en la que nos podemos desenvolver muy a gusto. Eso sí, no todas las mesetas están a la misma altura. ¿Y qué? Meseta, al fin y al cabo.
El profesor, forzosamente, debe inculcarnos valor, optimismo, seguridad, energía, ilusión y conocimientos; debe guiarnos de la mano para, poco a poco, ir soltándonos; debe estar pendiente ante el más mínimo desequilibrio que nos pueda hacer caer; y, por último, cuando nos vea preparados, debe saber soltar amarras para que naveguemos nuestro propio océano. Y podrá disfrutar de su obra, seguro de la fidelidad de su alumno (qué raro sería que pudiera sentir celos o incluso temer por su competencia). 
Si todo esto se ha cumplido, cuando en la travesía encontremos temporales sabremos capearlos adecuadamente. Incluso, para esos casos más difíciles, podremos encontrar en el antiguo profesor a ese amigo que ya supo salir airoso del mismo trance.
Entonces sí, por fin, podremos decir, orgullosos, que nos guió un maestro.

miércoles, 22 de febrero de 2012

La armadura abollada

Érase una vez un niño que nació en un pueblo no demasiado pequeño. De carácter apacible y algo serio, gustaba de observar cuanta gente y cosas sucedían a su alrededor. Mostrando una especial sensibilidad hacia la música que emanaba de la vihuela de arco paterna y de la orquesta de la villa, quisieron sus progenitores que velaran por su formación los más destacados profesores.
Tras unos años de iniciación se convino su marcha a la Academia, de donde saldría nombrado caballero de las artes. Allí fue puesto bajo la tutela de renombrados maestrantes e hidalgos, que velarían por hacerlo refinado y capaz. Confiado, apretó mandíbula y puños dispuesto a responder a las expectativas en él depositadas. Destacó pronto en cuanta materia iniciaba, disfrutando de la compañía de otros educandos.
Corrido el periodo de adaptación, fue creciendo en cuerpo y espíritu al son de clarines, dulzainas y zanfonas, a la vez que dominaba el tiro con arco, el lanzamiento de jabalina y el salto con el caballo, todo ello conducente al gran día en que habría de enfrentarse al gran público. Su tutor, Lord Farquaad, que observaba con asombro la transfiguración de aquel plebeyo, consideró llegado el momento en el que habría de participar en la contienda mayor. Se acercaba el final de su formación y debería demostrar su preparación para el reto si quería conservar en adelante la armadura que con esmero herraban en la fragua.
Y llegó el día. No durmió en toda la noche, velando sus armas e imaginando el discurrir de la justa. Su escudero llegó con el alba para ayudarlo a armarse y lo encontró de rodillas, orando ante el breve altar de su aposento. Con los primeros rayos horizontales del sol, el pecho plateado resplandecía como un espejo. Era necesario protegerse de los ataques y para eso se había prevenido. Sonó su nombre y cabalgó a la grupa de su fiel compañero, empuñando espada y escudo. Toda precaución era poca. El yelmo le protegería la cara y el cráneo. Todo su frente, alerta, se entregó al más excitante juego que había entrenado durante tantos años. Ni un rasguño, ni una mota de polvo ensuciando su peto, ni siquiera un golpe en la manopla. Fue un acto perfecto de sincronía y armonía. El público enmudeció de asombro guardando los nervios en tensa espera cuando, de pronto, notó una fina esquirla que le perforó el delgado espaldar. No era posible, el contrincante se encontraba delante y en ese momento se disponía a iniciar una nueva carrera por lo que, detrás, sólo estaban sus maestros y condiscípulos. Eran los suyos, sus amigos, con los que había crecido y en los que confiaba. Su atento escudero, rápido de reflejos, le aguantó para evitar su caída, más por la sorpresa que por el dolor. La confusión nubló su mente un instante. Repasó una a una las caras, intentando recordar sus miradas. Y ahí fue entendiendo lo que nadie le había enseñado y tendría que aprender por sí mismo. Tras la justa, junto con la armadura de caballero y las armas, ganaría nuevos enemigos que no harían más que usar la maledicencia, la zancadilla y el enredo para desacreditar lo que el pueblo y el público reconocieron con entusiasmo sin dudar un instante.

Ha pasado el tiempo. Cada vez que se prepara para un nuevo combate, entretenido con su nueva espineta, rememora aquel día en que sintió la punzada de la astilla. Aún no entiende que su coraza siga intacta ante lo que le indicaron sería el enemigo: el público no era ninguna amenaza, más bien al contrario, era su aliado. Sólo habría de cuidarse de no ser dañado por los tiradores ocultos bajo las máscaras sonrientes, delatoras de su vileza. Aunque redobló el blindaje de su espalda y no sufrió herida alguna, siempre que mira las numerosas hendiduras suspira triste.
Nunca lograron derribarle. Quizás tan sólo molestarle, como insectos que se espantan con la mano. 

sábado, 18 de febrero de 2012

¿Dos mejor que uno?

Siempre he pensado y sentido que dedicarse a tocar el piano es como una larga marcha en solitario. Eso de que nuestro instrumento se basta por sí mismo para llenar una sala, que posee un repertorio casi infinito, que tiene tantos aficionados y que es la perfecta reducción de la orquesta nos ha hecho llevar nuestro esfuerzo diario sin compañía alguna. Horas y horas de reclusión, sin que nos molesten, que nos han convertido en perfectos maníacos (o me vais a decir que no estamos algo tarados).
Pero un día, sin esperarlo, surge la oportunidad de compartir la partitura (hoy no voy a hablar de otros instrumentos, sólo de piano) y, claro, todos nos hemos hecho la pregunta de marras: ¿no es mejor tocar a dos pianos que a cuatro manos? Esas obras tan fantásticas, tantas posibilidades multiplicadas, tanto sonido amplificado..., tantas dificultades para encontrar dos pianos. Si exceptuamos a las hermanas Labèque, asiduas visitadoras de nuestros teatros y auditorios, los dúos de pianistas son infrecuentes. ¿O sería mejor decir que son infrecuentes los conciertos y no los dúos? Hay, sólo en España, bastantes parejas de pianistas, algunas formadas por hermanos. Buscad un poco en internet y saldréis de dudas. ¿Y por qué? Muy sencillo: si difícil es encontrar un buen piano (a veces ni siquiera bueno) para ofrecer un recital, mucho más lo es que sean dos. Añadamos que lo ideal es que tengan el mismo tamaño y marca; incluso fecha (el plástico va sustituyendo a la madera cada vez más). El recurso habitual para organizar un concierto a dos pianos es el alquiler a una empresa especializada. Pero claro, eso cuesta dinero y hay que añadirlo al caché de dos pianistas, y no todas las sociedades musicales se lo pueden permitir. Me temo que esta realidad tan prosaica es la que frena todas las ilusiones por formar un dúo estable y dedicarse a disfrutar como enanos.
Pero nadie nos puede quitar el gusto y podemos buscar soluciones. La primera es obligatoria, aunque quizás no sea propiamente concertismo. En los conservatorios sí suele haber dos pianos en el salón de actos y en las clases también. Ya podemos, al menos, estudiar y tocar sin recurrir al clavinova, al CD minus one o incluso a una grabación hecha por nosotros mismos en casa. Pude disfrutar con una muy querida compañera de las Variaciones Haydn de Brahms y fue durante la carrera. ¿Qué más da? El placer aquí era tocar dicha obra y ése lo tuve. Podríamos comparar este obstáculo con el mismo que sería tocar los conciertos con orquesta. Es bastante más difícil todavía y eso no nos ha impedido que nuestro repertorio en este campo sea más que amplio, ¿verdad? Cada vez es más frecuente asistir a recitales donde estas obras se tocan a dos pianos (pero, ¿no hemos quedado en que no hay dos pianos para dar conciertos?... Ya entro en el bucle de siempre).
Y otra opción que, aunque parezca de pobres, es magnífica y mucho más práctica, además de muy antigua: tocar a cuatro manos. He dedicado unos años a esta práctica con un buen amigo y os puedo asegurar que me lo he pasado en grande. También es verdad que el repertorio que elegimos no era cualquier cosa: las nueve Sinfonías de Beethoven. Nos partíamos las manos a gusto por poder sacar todo lo que encierran. ¡Qué maravilla! Más tarde, incluso, llegamos a hacer nuestras propias transcripciones, ¿por qué no? ¿Quién dijo miedo? Si nos hubiésemos planteado el dúo a dos pianos seguro que apenas nos habríamos movido.

Esto es lo que hay. A nada que nos movamos nos daremos cuenta de lo que aún falta por hacer, de las carencias crónicas, de la ausencia de buenos pianos en impresionantes modernos edificios, de que seguimos tocando en los mismos instrumentos de hace, como poco, cincuenta años. Pues a seguir adelante. Son inconvenientes entre tantos otros que hay que sortear. Pienso que ser realista no está reñido con soñar. Si seguimos tocando siempre habrá ocasiones para tocar solo, a cuatro manos, a dos pianos o con orquesta. Lo importante es tocar, pasarlo bien y gozar de las obras que otros escribieron para nuestro deleite.

miércoles, 15 de febrero de 2012

En ruta

Aún recuerdo el relato de una compañera de allende los mares sobre cómo el día que tenía un recital en su ciudad realizaba dos o tres paradas técnicas en otras tantas casas de amigos a estudiar un ratito, ¡para no olvidar lo que había estudiado y que las manos llegaran en forma! Me acordé del teclado mudo con el que viajaba Franz Liszt, pero eso eran otros tiempos.
De lo mejor que puede tener un concierto es el viaje. El medio preferido por mí fue, y digo fue porque ya casi es imposible, el tren. Pero no un cercanías, sino un largo recorrido, a ser posible, en coche cama (la litera empezó a agobiarme el día que me despertó una joven americana diciendo que "mi ruido no le dejaba dormir", o sea, que roncaba como un cochino jabalí). El traqueteo, la comodidad, el lento transcurrir del tiempo, el restaurante (vaya cena que me di en el trayecto Madrid-París), las estaciones, la noche tras la ventanilla... Debe ser que llevo sangre de ferroviarios.
El avión es imprescindible en según qué destinos, pero ahora prefiero el coche. Casi siempre voy acompañado, lo cual es más entretenido. Y, si la distancia es importante, empieza lo bueno.  Es fantástico cuando necesito salir con un día de antelación, día de absoluto relax. Las autopistas y autovías han logrado que el trayecto sea seguro, pero aburrido. Llevo a gala haber presenciado la construcción de casi todas las de España (con las incomodidades añadidas), pero, hasta entonces, sólo teníamos las carreteras nacionales, que atravesaban toda ciudad, pueblo y pedanía. Eso en línea recta. Si conocierais a quien me acompaña entenderíais que el mérito era llegar al destino, de tantos desvíos que proponía. ¡A la ida!, que es cuando tenía que tocar. A la vuelta ni os cuento.
Gracias a eso conozco montañas, valles, ríos, lagos, ermitas, el convento más pequeño del mundo, la única plaza de toros cuadrada de España, museos extravagantes, fábricas de chocolate, bodegas, acuarios gigantescos, la nieve, pueblos abandonados, minas, jardines botánicos, colecciones privadas varias, casas-museo de personajes ilustres, bibliotecas, catedrales, fósiles, planetarios..., además de lo propio de cada ciudad como monumentos, museos, calles peatonales (el silencio de las tres y media en cualquier pequeña ciudad siempre me ha atraído), tiendas curiosas, exposiciones, pastelerías...
Pero, ¿yo no tenía que dar un concierto? ¡Ah!, es que se me iba a olvidar todo de un día para otro y los dedos ya no iban a saber qué hacer.
Os puedo asegurar que cuando salí de fábrica no era así, para nada. No llegaba a la paranoia de aquella compañera pero sólo tenía pensamientos para el concierto. Tenía que descansar del viaje, no comer demasiado, llegar pronto a la sala, repasar el programa entero (¡entero!), volver a descansar un ratito, merendar escasamente para no desfallecer y presentarme ante el público como si se tratara de una competición de atletismo.
Poco a poco vas entendiendo que tocar es transmitir, y que cuanto más has vivido más tienes que decir. No he perdido la cabeza, que conste. Necesito llegar con antelación a la sala, probar el piano, parar un momento y centrarme. Pero da tiempo a todo. Podemos disfrutar de muchas cosas a nuestro alcance si planteamos bien el viaje. ¡Cuántas veces, por más que he corrido, he encontrado la sala cerrada! (O al afinador que no había podido ir antes).
Y también prefiero los viajes largos, a ser posible en gira de varios recitales, por los hoteles, las cenas con los anfitriones, ¡la primera cerveza de después!, los amigos de tantos años, las visitas inesperadas, la confianza acumulada, el hacer una vida distinta...
Sí, esto es bonito, tiene algo mágico difícil de explicar, pero somos nosotros mismos los que le damos ese sentido, está en nuestras manos. La ruta está para hacerla, para recorrerla y para vivirla. ¿Cuándo si no?

sábado, 11 de febrero de 2012

¡Menudo piano!

Cuando oímos una obra en un CD o similar, además de la idea musical se nos suele quedar fijada la calidad del sonido que, por supuesto conseguido por el/la pianista, viene ayudada por los mejores instrumentos de cada casa. Grandes pianos recién salidos de fábrica y con un acabado excelente van directamente a las discográficas. De ahí las maravillosas grabaciones que todos hemos disfrutado con cierta envidia.
Pero, ¿qué ocurre si cuando vamos a dar nuestro recital el piano que tenemos delante deja mucho que desear? Pues nada, que hay que tocar lo mejor que se sepa y pueda.
El primer tropiezo, casi siempre, viene dado por el tamaño. Ya sabemos la diferencia de sonido de un gran cola con un media cola, por ejemplo. Las sutilezas que podríamos conseguir se ven reducidas en muchos casos a la imaginación. Pero, ¡ojo!, que esto no es caballo grande, ande o no ande, que no es sólo un mueble, que debe reunir unas características mecánicas de calidad y eso no es tan frecuente. ¡Si con cambiar de marca ya es distinto! Con el tiempo iremos decantándonos hacia una u otra, en función, básicamente, del resultado sonoro y de la comodidad que nos reporte el tacto del teclado. O acabaremos como Michelangeli, llevando nuestro propio piano a los conciertos. 
El segundo suele venir con la edad (la nuestra no). Ya también sabemos todos que el piano no mejora con los años, pero esto variará con el cuidado que se le haya dado, es decir, si no ha sufrido de mucha humedad, si no se llena de polvo por no estar convenientemente tapado, si los traslados no son torpes y bruscos, si se afina con regularidad, si se ha mantenido el mecanismo interior sin que el cirujano plástico se haya pasado con el bótox, si por que no se estropee no se toca más que una vez cada dos meses...
El tercero (vaya, no pensé que fuera tan difícil encontrar un buen piano) puede que no esté directamente relacionado con el propio piano sino con la sala en la que esté. He probado pianos excelentes en salas tan secas que el sonido se perdía antes de llegar a la primera fila (¡tanta moqueta!). Y viceversa, pianos muy medianos que eran realzados por una acústica prodigiosa.
Un consejo: si podéis, llevad siempre una llave de afinar porque, desastres aparte, es frecuente que el afinador haya ido por la mañana y, tras nuestro ensayo previo, se muevan algunas cuerdas y podamos solucionarlo con un pequeño repaso.

Podría seguir describiendo obstáculos, pero no es ahí a donde quería llegar, sino a la actitud con la que debemos enfrentarnos a ellos. Llegamos a la sala en perfectas condiciones de estudio, contentos por compartir obras bellísimas con el público y tenemos que estar preparados para conseguir el mejor rendimiento de lo que nos pongan por delante. Está claro que nos gustaría que todo fuese perfecto, pero no lo es, ni cerca ni lejos, ni en los mejores teatros. Tenemos que llegar pronto para hacernos con la pulsación, con los pedales y con la acústica, y con el tiempo iremos adaptándonos cada vez antes. A ver, no deja de ser un piano. Nunca va a ser como el de casa, ni siquiera cuando coincide el modelo, así que, si es mejor, hay que disfrutar como un enano, y si es peor, hay que intentar que no lo parezca y sacarle todo el partido del que seamos capaces. Os puedo asegurar que, pasados cinco minutos, todos los oídos se habrán amoldado a la sonoridad característica y el instrumento será sólo eso, un instrumento, del que nos serviremos para hacer música, que es de lo que se trata.
Otro día contaré anécdotas sobre los pianos que me he ido topando, algunos para salir corriendo.
  

Pepe Sánchez

Me gustaría dedicar unas líneas al recuerdo imborrable de mi querido amigo Pepe Sánchez, afinador de toda la vida, que nos dejó el pasado mes de diciembre en Jerez, y con el que he trotado por tantas salas acompañado de sus pianos, sus historias, sus batallitas y sus comentarios mordaces, que para experiencia, la suya.
Él llevó el primer piano a mi casa, hace casi cincuenta años, y lo fue renovando hasta que llegué al de cola. Todas las mudanzas, todas las afinaciones, cambios de macillos, cuerdas rotas... Nunca un problema, siempre una solución.
Lo echaré de menos. Mucho.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Autocrítica

Me parece importante comentar este término porque puede tener consecuencias inmediatas no sólo en la manera de tocar sino en nuestro ánimo.
¿Es necesaria la autocrítica? Por supuesto que sí. ¿Es positiva? También. ¿Sirve para algo? Pues claro, siempre que sepamos ejercerla.
Cuando aprendemos a tocar parece que lo único que importa es cumplir con la digitación, la posición de las manos, las indicaciones de la partitura, las observaciones del profesor... Pero es fundamental que nos iniciemos también en el desarrollo del oído. Tenemos que oír lo que está ocurriendo. Situémonos en un estado más avanzado que el mero aprendizaje, cuando nuestra preocupación está enfocada al resultado musical (ya hemos superado la etapa mecánica y nuestros dedos son armas letales). Uno de los objetivos es lograr que la idea musical llegue a ser plasmada a través del teclado. Es decir, lo que oímos internamente, en estado puro, tenemos que ser capaces de exteriorizarlo. Y aquí interviene nuestro entrenado oído. Tenemos que salirnos de nosotros mismos, como si fuésemos espectadores, y juzgar el resultado. Por eso se suele recomendar tanto lo de la grabación. Pero hay que hacerlo de verdad, sobre la marcha. ¿Para qué? Pues para que, una vez que hayamos aprendido a oír la realidad, podamos mejorar. Así de fácil. (Por cierto, a aquellos imitadores de Glenn Gould que tanto gustan de canturrear mientras interpretan me gustaría preguntarles cómo pueden escucharse. Y no quiero señalar.)
Y ahora viene la hora de la verdad: el veredicto. Aquí está la madre del cordero. ¿La buena crítica es la que sólo saca los defectos? ¿Es útil una visión edulcorada fuera de lugar? Como siempre, para nada sirven los extremos. Sabemos lo que estamos tocando y cómo queremos tocarlo. El sentido crítico debe percibir tanto los aciertos como los errores. ¿Por qué? Porque no hay nada más demoledor que estudiar sin descanso con un pensamiento negativo fijo. El uso y abuso de la autocrítica destructiva acabará por tirar por tierra nuestra ilusión, nuestra creatividad, nuestro impulso y nuestro bienestar. Y no queremos eso, ¿verdad? Cada día de estudio es un día de avance, siempre mejoramos, siempre superamos alguna adversidad. Ésa es nuestra meta. Un paso adelante, después otro y otro más.
Pesa más un comentario negativo que uno positivo. Quizás vengamos deformados de la propia carrera, en la que aprender se cimenta en corregir errores. ¿Por qué nos cuesta tanto reconocer lo positivo, todo lo bueno que hemos realizado? Porque nos convencieron de que la crítica 'constructiva' consistía en eso, en tirar  a la basura nuestro esfuerzo, ¡y que estaba bien que fuese así!
Si nos queremos de verdad, si nos queremos bien, no nos engañaremos. Nosotros podremos juzgarnos sin hacernos daño, sin maltratarnos, para que sigamos creyendo en nuestro potencial, en nuestras cualidades. Todo aquel que haya resistido esta larga maratón es muy capaz de decir algo, de comunicar, de compartir y tiene todo el derecho a sentirse satisfecho, le pese a quien le pese. ¿Que algo ha fallado? Pues tomo nota, a seguir mejorando. Se acabó el salir de un concierto o de una audición con la sensación de fracaso porque hemos hecho mal uso del sentido crítico. Hemos logrado subir al escenario, hemos actuado, hemos mostrado sinceramente nuestro trabajo y nuestro arte. Si hemos educado nuestro sentido de la percepción adecuadamente veremos que todo lo mejorable ha sido prácticamente inapreciable por la mayoría del auditorio, ya que como nosotros mismos no nos conoce nadie. Siempre está mejor de lo que pensamos. Esto no es ser benévolo, es ser positivo. Voy a mejorar sobre lo bueno.
Nos pasamos la vida sufriendo por tonterías. Demos la vuelta y disfrutemos, ¡que ya toca!

sábado, 4 de febrero de 2012

Momentos especiales

Lo que son las cosas. Hace tiempo fui invitado a participar en el Festival Internacional de Deià, en la isla de Mallorca, por lo que, además de estudiar, hacer un poco de turismo y bañarme en una cala transparente (por cierto, uno de los días, llena de medusas; qué gracia, todo el mundo chillando), visité la Cartuja de Valldemosa, donde ya sabéis que pasó un par de meses nuestro querido Fryderyk Chopin con George Sand & family. Pues bien, resulta que la celda que enseñaban no era exactamente la que habitó, según una sentencia de principios del año pasado. Pero eso aquí es lo de menos, da igual.
Quiero referirme a algo que es difícil explicar sin caer en la cursilería. En principio, el recorrido lo hice como un turista más, junto a mis acompañantes. Por la hora, estaba próximo el cierre, quedaba poca gente y yo miraba las fotos de pianistas famosos que habían pasado por allí. En la celda estaba el supuesto piano que usó Chopin para componer algunos de sus Preludios y otras obras, con una tapa de cristal. Pero también estaba el piano que se usa para el Festival Chopin (creo recordar que era un Stenway tres cuartos).
Yo tenía la cabeza en el concierto que debía ofrecer por la noche en Son Marroig, una casona impresionante que es, como dice la frase que llevo oyendo toda mi vida, un marco incomparable. Cuando  salí de mi abstracción oigo a Beatriz, mi mujer, hablar con la señora Margalida Ferrá, que era la responsable del museo: "Que si es pianista, que si esta noche toca en Deià, que si qué maravilla..., que por qué no le deja tocar un ratito, a ver si se le pega algo". Total, que la buena señora se lo pensó un poco mientras cerraba y dio su consentimiento. Entre las obras que llevaba preparadas tenía la segunda Sonata de Chopin, ya sabéis, la de la Marcha Fúnebre, ¡qué propio!. Pero claro, para una vez que uno va  a tocar en un sitio así, qué mejor que el primer tiempo, mucho más vigoroso y espectacular. En esto que me arranco tras la introducción y voy notando cómo la cabeza se va olvidando de las notas y se va metiendo en eso que nos pasamos la vida buscando, ¿cómo se llama?..., ¡ah, sí!, la música. No hicieron falta candelabros con velas encendidas ni tormentas como la que esa tarde pasó por la isla. Sería el silencio, el ambiente íntimo en aquella pequeña celda, las pocas personas apoyadas con los ojos cerrados, la sugestión..., no sé. Sólo recuerdo que enlacé con el segundo movimiento sin pensarlo. Y para qué iba a parar. Aquello fluía de una manera tan especial que parecía no poderse interrumpir. Y llegó la Marcha Fúnebre. De siempre me ha parecido la sección central la más conmovedora. Si triste es la marcha, mucho más lo es el canto desnudo apoyado en los amplios arpegios de la mano izquierda (me encanta lo triste en modo mayor). Y al final, el viento desolador y la nada.
Hay ocasiones en las que uno no puede saber qué va a ocurrir. 
Seguro que si volviera hoy no sería lo mismo. Surgió todo espontáneamente, sin preparar, sin esperarlo. ¡Cuánta emoción! Siempre recordaré la magia de ese momento. ¡Cuánto agradecí ser pianista!

miércoles, 1 de febrero de 2012

La memoria

"Desgraciadamente, tardé bastante tiempo en decidirme a tocar con la partitura en mis conciertos". "En épocas pasadas, cuando el repertorio era mucho más reducido e infinitamente menos complejo, tocar con partitura era la norma". "¡Qué pueril vanidad, cuánto trabajo estéril y agotador requieren esas proezas memorísticas, cuando lo único importante es hacer buena música que llegue al auditorio!".  "Mi consejo a los jóvenes pianistas sería: adoptad este método sano y natural que os permitirá no abrumaros con la repetición de los mismos programas una y otra vez, y que os dará la posibilidad de una vida musical mucho más rica y diversa".

Esto es un extracto del programa de mano que aún conservo del concierto que ofreció, nada más y nada menos, Sviatolav Richter el 17 de febrero de 1990 en Marbella. Lo que más me sorprendió fue que dedicó el doble de espacio a justificarse en vez de a contarnos su curriculum.
Por otro lado, también conservo en VHS una serie de documentales acerca de su vida y carrera. En una de las escenas aparece sentado ante una mesa, con la cabeza entre las manos, quejándose del peso de su prodigiosa memoria. O sea, que el muchacho capacidad tenía.
Vamos al lío. Está claro que la memoria es uno de los factores que más tensión puede provocarnos al presentarnos ante un auditorio. Y digo esto porque, si habéis probado a hacer ya música de cámara, por ejemplo, nuestra atención estará centrada en otros aspectos (conjunción, equilibrio sonoro, musicalidad...), pero no en la memoria, ya que es admitido el uso de partituras con la excusa de seguirnos mejor (no es por mí, sino por si el otro se pierde). Cuando escuchamos un CD, ¿sabemos si el pianista toca de memoria? Cuando hemos visto a otro pianista tocar con partitura, ¿lo hemos menospreciado o hemos sentido un poco de envidia?
Si la concentración significa poner nuestros sentidos al servicio de la música, nada tiene que ver con la memoria. También es complicado tocar con partitura. ¡Vaya! Va a resultar que lo complicado es tocar, ya sea con o sin chuleta.
Puedo contar una experiencia que tuve durante el año 1996, en el que se conmemoraba el cincuenta aniversario de la muerte de Manuel de Falla. Me dediqué a tocar su obra pianística, incluidos los arreglos orquestales. Y me acerqué al centenar de conciertos. Y todos de memoria. Y no pude dejar de estudiar pues son piezas realmente bien escritas que admiten pocas meteduras de pata. Pues bien, llegué a tocar con una capacidad de anticipación que logré el control absoluto de cada nota. Y esto no lo cuento para vanagloriarme, todo lo contrario: llegar a ese estado me costó un esfuerzo superior al normal. Y reconozco que llegué a identificarlo como el estado ideal. Pero entendí que eso me limitaría en cuanto al repertorio. El colmo es cuando se me acercan tras un concierto y me preguntan si toco de oído, pues no me han visto partitura alguna, y que así cualquiera.
Cuento esto porque se supone que cuando nos obligan a tocar de memoria, es para evitar cualquier distracción posible. ¿Y quién dice que leyendo la partitura no haya que tener toda la atención puesta en lo que hacemos? ¿Y quién dice que cuando tocamos de memoria no nos rondan ideas del tipo ¿habré aparcado bien el coche?, el perfume de esa señora es el mismo que usa mi madre, a ver si el fotógrafo se va ya y no me deslumbra con el flash o ¡qué buena estaba la tarta de chocolate que me acabo de zampar! Cosas que tiene la concentración.
Sinceramente, pienso que podemos dar tantas razones a favor como en contra de tocar con partitura. Pero, para intentar aligerar un poco la carga, me gustaría insistir en la última frase de Richter: si no nos dedicamos a repetir los mismos programas (para memorizarlos) podremos tocar un repertorio  mucho más variado y rico. El concierto de Ravel que comenté en mi entrada anterior, fue tocado con partitura y a Ravel no pareció importarle. Ivo Pogorelich se marcó un programón que incluía la tercera Sonata de Chopin, los Gaspar de la Nuit de Ravel y el Islamey de Balakirev, mientras le pasaban las páginas. ¡Qué joven era cuando grabó estas obras para la Deutsche Grammophon por primera vez!
Vamos a dejarnos ya de aspectos superfluos y vamos a  sentarnos al piano con los menos prejuicios posibles. Toquemos de la manera más cómoda, de la manera que cada uno quiera. Tampoco vamos ahora a obligar a todo el mundo a tocar leyendo. Habrá veces que sí y otras que no. Habrá obras de encargo para un solo concierto y obras que interpretemos desde la más tierna edad y salgan sin pensar.
Esto no es el circo y aquí no debería valer el más difícil todavía y sin red. Esto es música, arte y disfrute.