miércoles, 28 de marzo de 2012

La crítica

Creo que a estas alturas está claro: el mejor crítico es uno mismo. Bien en el descanso o al finalizar el concierto, llegamos al camerino con la cabeza recordando éste o aquel pasaje, buscando excusas o explicaciones, o alabando la resolución de aquellos saltos tan endiablados o la compenetración lograda con el público. Es decir, sabemos qué ha ido bien y qué podríamos mejorar.
Y al día siguiente, en el mejor de los casos, comentarán nuestra actuación en la prensa escrita. No hace tanto, era necesario que alguien tuviera la amabilidad de enviarte el recorte por correo pues, aparte de que podía tardar en publicarse casi una semana, lo habitual era seguir de viaje, si no esa misma noche, por la mañana temprano. Creo que no exagero si calculo en un cinco por ciento las críticas musicales frente al clásico comentario de un redactor con foto incluida (ayer el pianista llegó, tocó y se marchó). De éstas tengo a puñados, más que nada por la foto. Pero, con la otra, ¿qué hacemos? He de reconocer, sin ninguna modestia, que jamás he recibido una mala crítica, al contrario, de buenas a excelentes. Y se debe a que, si tocas concentrado, con respeto y transmitiendo, el crítico se convierte en público y disfruta, quedándose con todo lo bueno que ha podido observar y oír. También es frecuente que éste comente el recital con los habituales de la sala para tener una opinión más generalizada.
En general he observado un empeño en destacar lo positivo. Lo negativo, casi siempre, se reduce a un pequeño matiz, a una observación paternalista (también queda más erudito poner una pequeña pega). Esto me llevó a darme cuenta de cómo se me veía desde fuera. Nosotros somos intransigentes, no nos pasamos una, pero, ya lo he dicho, desde el patio de butacas todo suena mejor. He leído rasgos de mi personalidad y de mi forma de tocar escritos por gente que no me conocía de nada. Y sorprende un poco.
Con el tiempo vas recopilando unas cuantas que tienen valor: son de un crítico reconocido, de un periódico de tirada nacional o extranjero, o tienen un contenido lúcido que te definen perfectamente. Éstas son muy útiles y suelo acompañarlas en mi dossier. Para quien no tiene referencias tuyas y duda si contratarte está muy bien conocer resultados anteriores. Tiene gracia leer en muchas ocasiones las palabras exactas de una buena crítica repetidas en fechas posteriores, incluso años después. Quizás podríamos considerarlas como críticas menores, es decir, sin dejar de serlo, juzgan con las palabras de otro, o sea, trabajan a medias (sí, ser crítico es un trabajo).
A menudo me he preguntado si un crítico tiene que ser músico o basta con que sea un melómano cuyas referencias son los discos. Como hay de todo, en función de una cosa u otra así será su opinión. Y, la verdad, aún no sé cuál es mejor. El músico es posible que se centre en aspectos más técnicos para justificar los resultados, mientras el melómano recurrirá a su experiencia y comparará versiones con otros intérpretes. Nosotros mismos es lo que hacemos cuando asistimos a un recital: juzgamos los medios mecánicos del pianista y lo comparamos con Zimermann, como poco, o con nuestra propia versión si es que tocamos esa obra. Y he encontrado opiniones parciales e imparciales en los dos casos. Por eso es mejor tener nuestra propia idea de lo que queremos hacer y de lo que realmente hemos hecho. Me gusta leer las críticas de los conciertos a los que asisto para, en cierto modo, criticar al crítico (con idéntica benevolencia, eso sí).
De todas formas, pienso que el hecho en sí tenía sentido cuando los medios de difusión musicales eran inexistentes y se referían, sobre todo, a la composición. Aún así, son numerosas las meteduras de pata con obras consagradas y los comentarios de sus estrenos.  
En definitiva, aprovechemos la buena disposición existente y utilicémosla para enriquecer nuestro curriculum, adornándolo con flores. Sólo hay que destacar las frases más poéticas, las más certeras y las más efusivas, pero, por favor, sin retoques, de principio a fin, sin quitar adverbios, adjetivos o preposiciones para no perder el sentido exacto de lo que se pretendía decir. Si obramos con picaresca, igual nos pillan.

domingo, 25 de marzo de 2012

Nunca se sabe

En todos y cada uno de mis conciertos he intentado hacerlo lo mejor que sabía. Es una cuestión de principios. Y creo que jamás he pensado en acomodar el programa en función del nivel del público esperado. Esta actitud, convencida, me ha evitado algunas situaciones incómodas o, al menos, comprometidas.
Cuando voy como espectador a un recital espero del intérprete su entrega y su respeto, tanto para los que hemos pagado nuestra entrada como para las obras ejecutadas. No podría exigir esto si no lo me lo exigiese a mí mismo. Algunas decepciones he tenido al contemplar cómo figuras de renombre se limitaban a salir del paso con programas de circunstancia, interpretados con una desgana visible. Sería más honesto limitar el número de actuaciones, seleccionar los autores o tomarse una temporada sabática. Pero no, el mercado y el dinero mandan, no vayan a relegarnos a la segunda división.
Es verdad que tengo un problema: no sé tocar sin creérmelo, sin convicción o sin ganas. En ocasiones notas que tu concierto va a sonar a chino, o que daría igual tocar de atrás hacia delante porque nadie se va a enterar. Pero ahí es donde entra el respeto, primero a ti mismo, y después, da igual el orden, al público y a los compositores. Justo el respeto a la obra es lo que va a permitirnos transmitir, conectar. Estamos ahí, en el escenario, gracias a las creaciones de otros ya que somos, nada más y nada menos, intérpretes.
Hoy quiero referirme a esas veces en las que, aparentemente, nada puede perturbar tu tranquilidad. Estás esperando a que te avisen para comenzar cuando unos nudillos marcan rítmicamente en la puerta la célula inicial de la Quinta de Beethoven. Abres con una sonrisa ante la esperada visita del anfitrión, quien llega acompañado. La cortesía más elemental aconseja la adecuada presentación: Alberto, éste es fulanito de tal, concertino de la London Symphony Orchestra (un buen directo a la boca del estómago), que pasa unos días de vacaciones en nuestro pueblo; Alberto (otro día), aquí el primer clarinete de la Filarmónica de Berlín, que se acaba de jubilar y vive aquí (ahora es un crochet en toda la cara); Alberto, vas a tener un público muy entendido pues hemos invitado a los músicos de la orquesta de Friburgo que toca mañana en el festival (jab de izquierda que no logras esquivar); Alberto, mira qué sorpresa, Esteban Sánchez ha venido a escucharte y te quiere saludar (éste es el que te tumba, un uppercut bien colocado en la barbilla, como en las películas de Garci).
No me he inventado nada y ésta es sólo una pequeña muestra. ¿Os imagináis que el estudio estuviera basado en la localidad de destino? En el pueblo más perdido hay un músico descansando o residiendo. ¿Significa esto que hay que prepararse por si acaso? Creo que lo he dejado claro en la introducción: el respeto al concierto no deja dudas. Hay que ir preparado siempre, con un buen programa y con ganas, independientemente de quien asista. Será la única manera de que la música, lo único que de verdad importa, salga ganando. Y, de paso, nosotros mismos.
Por cierto, cuando asistamos a los recitales de los amigos, vamos a saludarlos mejor al final. Si lo hacemos al principio sólo lograremos darle alguno de los golpes de boxeo que he citado, y no queremos eso, ¿verdad? 

miércoles, 21 de marzo de 2012

Vamos de concurso

La idea de empezar a escribir este blog surgió con la coincidencia de varias circunstancias. Una de ellas fue la lectura de la excelente novela La hija del sepulturero de Joyce Carol Oates. La autora, que estudió piano, demuestra conocer el mundillo al comentar aspectos internos del concurso al que se presenta el prodigioso hijo de la protagonista, además de idolatrar la Sonata Appassionata, versión Schnabel. Me resultó inquietante comprobar la universalidad de los estados de ánimo de los pianistas y la transformación del carácter según se crece en edad y objetivos.
¿Es que no es posible disfrutar?, ¿es que un pianista tiene que estar continuamente malhumorado? A pesar de mis cincuenta añitos mi cabeza tiene frescas todas las sensaciones de los concursos a los que me presenté. Hubo de todo, pero, sobre todo, experiencias magníficas. A ellas me referiré pues para eso escribo.
En primer lugar es innegable la presión a la que nos sometemos, generalmente de manera voluntaria, al presentarnos a un concurso. Hay una diferencia notable con respecto a un concierto: no tocamos para el público sino para el jurado. Y, para colmo, por mucho que se empeñen en decirnos otra cosa, en el 99,98% de los casos, ganan la velocidad y la pulcritud. ¿La música...? La dejamos para otra ocasión (de ahí la expresión "es un pianista de concurso"). Entonces, ¿cómo nos planteamos la interpretación? Pues mi opinión es que como siempre, o sea, como si no fuera una competición. A ver si me aclaro y me explico: es un problema del jurado no de los concursantes. Tenemos que ir con nuestra mejor arma, que es la música. Si nos toca algún miembro (con perdón) capaz todavía de entusiasmarse con los jóvenes talentosos y que no lo flipe con las maquinitas, tendremos alguna oportunidad. Pero tenemos que ser nosotros mismos. Tenemos que mostrar nuestra preparación y nuestra capacidad. Es esa diferencia con los MIDI la que nos hará diferentes y merecedores de atención.
Otro aspecto interesante de presentarse a un concurso es el darse a conocer. Nos van a oír pero también nos van a 'ver'. Van a ponernos cara y nombre. Si la suerte nos acompaña, brotará la gota de aceite que lubricará el mecanismo invisible que empezará a difundir los comentarios a nuestro favor. Si los miembros del jurado son pianistas (¿acaso no es así?), tenemos que acercarnos a ellos para que nos justifiquen su veredicto. No en plan de pedir explicaciones, en absoluto, sino a que, ya que nos han juzgado, nos cuenten su opinión profesional. Se aprende mucho, de verdad, entre otras cosas, a que en muchos casos quienes nos han valorado no estaban cualificados para hacerlo. Pero cuando sí lo están, hay que sacarles una especie de clase particular.
Lo mejor que nos quedará de esta etapa será haber conocido a otros muchos concursantes. Ya he comentado lo importante que es relacionarse. Estamos todos en lo mismo y nos podemos ayudar. Una vez que hemos tocado y hay que esperar, viene la diversión. Es el momento de crear lazos, compartir, aprender, reírse de uno mismo, valorar la situación objetivamente y desfogar. Hablaba de la tensión: un concurso es eso, tensión, y si no la soltamos de alguna manera, estallamos (al libro de J.C. Oates me remito).
Un par de consideraciones más: el concurso nos sirve de manera muy personal para medirnos. Pone a prueba nuestro rendimiento y nos fuerza a alcanzar el límite de nuestras posibilidades. Ya sabéis, hay que contentar a demasiada gente por lo que tenemos que rozar la perfección. Y, por último, es posible conseguir contactos y futuros contratos si nuestro trabajo ha sido bueno. No pocos conciertos he dado en las ciudades en las que me presenté siendo un don nadie.

Resumiendo: la parte fastidiosa no nos la quita nadie, pero hay que superarla lo antes posible y no dejar que nadie nos cree ningún temor o incluso pretenda utilizarnos como tarjeta de visita. He conocido otra mentalidad, muy americana, de presentarse a cualquier concurso, grande o pequeño. Te acabas acostumbrando, te ruedas, te mueves, a veces incluso ganas, y no pasa nada, se le quita trascendencia. Es como una faceta más del estudio, como si nos pusiéramos una fecha tope para tener listo el encargo. Y eso es lo que hay que hacer, vivir los concursos con menos lastre y con más optimismo. Siempre ganaremos, aunque no nos toque (como el cupón).

domingo, 18 de marzo de 2012

La primera y la última

Exactamente ocurrió el 24 de noviembre de 1987 en Santander. Había sido invitado por la Fundación Botín a participar en un ciclo de conciertos dedicado a las figuras de Maurice Ravel y Manuel de Falla. Cuando me lo propusieron salté de alegría. Por aquel entonces era una plaza de prestigio y era la manera de ir metiendo cabeza. Si te estás dando a conocer necesitas presentar referencias que garanticen el buen resultado de un pianista desconocido (ahora me viene a la cabeza otra anécdota de mi primer concierto en Pontevedra: Beatriz, mi mujer, por fin consiguió llevarme a tocar a la Sociedad Filarmónica, y, tras oír el recital con que les 'conquisté', le reconocieron el temor que tenían a que, llamándome González y viniendo del sur, o sea, de Cádiz, pudiera ser pianista. Si mi padre hubiera sido ruso... Aún conservamos una buena amistad). A lo que iba. El programa, tratándose de estos dos fenómenos, no era fácil, ya sabéis, esa escritura tan perfeccionista en la que todo está en su sitio. Para colmo, tuve que llevar un par de obras nuevas. Vamos, que no estaba yo para robar panderetas. El viaje, largo, la llegada a la sala, el magnífico recibimiento del director musical, que ya nos dejó, el compositor Miguel Ángel Samperio, el tiempo de repaso para hacerme con el piano y la sala..., y la media hora de espera.
El concierto empezaba a las siete de la tarde, por lo que era una hora magnífica para merendar, pero mi estómago no paraba de botar y me pedí una manzanilla (infusión, ¿eh?). Miguel Ángel se empezó a reír de mi estado de nervios. Llamó al camarero para cambiar la manzanilla por una caña de cerveza. Yo me negué en redondo, de verdad, os lo aseguro, todo lo que pude..., hasta que pequé. Sí, me tomé esa caña. ¡Qué bien me sentó! Lo justo para que el cuerpo se relajara, las manos volvieran a ser mis amigas y las comisuras de mis labios subieran ligeramente (claro, hacia arriba, hacia dónde va a ser, pero si lo escribo sería una redundancia y hay que cuidar el estilo). Fue lo justo, lo perfecto. Ni siquiera la memoria supuso un problema. Qué soltura, qué facilidad..., como si estuviera en casa.
Esa misma noche decidí que jamás volvería a probar nada que tuviese la más mínima graduación alcohólica antes de un recital. Ni un bombón de licor, ni siquiera un solomillo al whisky. Y así ha sido hasta hoy. ¿Por qué? Muy sencillo. Todos conocemos o hemos oído hablar de alguien aficionado a la petaca (no, a la petanca no). Un día fue la primera vez y era suficiente, pero el cuerpo pide cada vez más, hasta que el recorrido por el escenario hacia el piano se convierte en la prueba de slalom gigante de Innsbruck.
Grandes figuras de la dirección orquestal, violinistas, pianistas, cantantes, actores, bailarines, magos, presentadores, conferenciantes y un largo etcétera, necesitan de una 'ayudita' para salir a escena. En los camerinos de los teatros o de los estudios de televisión se ven ciertas cosas.
Pero yo no voy a juzgar el comportamiento de nadie. Allá cada cual con su vida. Ni voy a moralizar. Lo único que pretendo decir es que, si necesitamos ayudarnos de lo que sea, igual podemos orientar el rumbo hacia pruebas menos estresantes, más a nuestro alcance; o pedirle a nuestro representante que nos dé un respiro, que no diga a todo que sí. He presenciado, antes de un concurso, la ingesta de cinco pastillas distintas, incluida una para el corazón, por la misma persona. ¿Es necesario? El concurso se puede quedar esperando, que no merece la pena (qué me cuesta escribir esto sin sacar al gremlin recién duchado que llevo dentro).

Confieso que, a día de hoy, sólo me avergüenzo de tener que recurrir en determinadas ocasiones a un reconstituyente artesano que no está al alcance de cualquiera: el alfajor de Medina, mi barrita energética preferida. Por cierto, os dejo, que me han entrado ganas y voy a por uno. 

miércoles, 14 de marzo de 2012

De 15 a 30 minutos

Éste suele ser el margen habitual, antes de que comience el concierto, para que el público acceda a la sala (siempre pienso, cuando digo 'el público' en una sola persona; afortunadamente no es así). Hasta entonces hemos estado haciéndonos con el piano, calentando motores, probando luces, orientando la cola un poquito hacia dentro, ajustando la holgura de los pedales, en fin, poniendo de manifiesto las manías personales. Cuando vienen a avisar se pone uno como los niños pequeños en la cama, pidiendo un ratito más.
¿Y qué se hace en este intervalo de tiempo muerto? Lo más normal es instalarse en el camerino, si es que lo hay, poner a punto la vejiga (en el 100% de los casos), lavarse las manos con agua templada o calentita, como si fuésemos cirujanos, desvestirnos de la ropa de calle y colocarnos el mono de trabajo, o sea, en mi caso y casi siempre, el frac.
Previamente hemos debido tomar la precaución de aprovisionarnos de, al menos, agua. Es frecuente encontrar varios botellines de agua mineral pero lo ideal  es que estén precintados y no sean del concierto anterior. Dependiendo de la estación del año pueden venir bien algunos complementos como chocolate, caramelos, galletas, zumos y fruta. Aunque, la verdad, el estómago tampoco admite mucho jaleo. Lo hago más si el concierto es en verano y al tocar el desgaste es muy grande, parecido a los tenistas (¿no habéis pensado lo cómodo que estaríamos en ropa deportiva? A veces me veo como en ese anuncio de Emidio Tucci en el que los deportistas salían trajeados).
Hasta ahora la parte externa. Pero la cabeza, ¿qué? Desde nuestra habitación empieza a oírse un murmullo, unas risas, poco a poco crecientes. Es el ambiente previo. La gente se saluda, se coloca en sus butacas y lee el programa. Imaginas sus caras, su edad, si son aficionados, si les han regalado las entradas, si vendrán los amigos, si gustarán las obras que has seleccionado, si aquel pasaje tan difícil saldrá en este piano tan duro, si controlaré los matices a mi gusto... En ese momento llaman a la puerta: el organizador y compañía, que todo está bien, que hay un lleno absoluto, que si te hace falta algo (la mejor respuesta a esta pregunta la dio Arthur Rubinstein momentos antes de salir a escena; parecía indispuesto y le preguntaron si necesitaba algo, incluso un médico: él respondió que lo que de verdad necesitaba era que otro pianista saliera en su lugar), que vamos a dar cinco o diez minutos de cortesía (¿cortesía para quién, para quien es tan descortés que llega tarde?).
Mientras, intentas concentrarte, irte metiendo en situación, sin dejar de mirar el reloj (por eso no me gusta nada la impuntualidad), andas de aquí para allá, te acercas al escenario a mirar por el telón, a oscuras, notas el frío en las manos, la corriente de aire, tarareas el comienzo de la primera obra, escudriñas todos los trastos apilados de la tramoya...
Has llegado hasta ahí, es tu momento, estás preparado y cualificado, suena el primer aviso (en la sala y en tu estómago)..., y ves aparecer a dos chavales jóvenes, cámara y micrófono en ristre, que se presentan como de la televisión local y que te quieren entrevistar (...). ¿Cómo no ser incorrecto? Estás a punto de salir y con los cinco sentidos puestos en tu trabajo. Pues os diré que casi todas las veces que me ha ocurrido he dado la entrevista más corta de la que he sido capaz. Todos contentos.
¿Yo hablaba de 15 a 30 minutos? Todo esto y mucho más sucede en el previo. A menudo estás acompañado y se lleva mejor. Otras, no tocas solo y no paras de hacer tonterías. Y algunas se te cuela alguien semi-conocido que empieza a hablar y a hablar, y te pone la cabeza melona, y te habla de la crisis, y del concejal de cultura, y de lo mal que está todo y de... A ése hay que darle puerta, como sea. Te lo debes a ti y al público (una sola persona).

Se hace el oscuro, se ilumina el piano, el regidor te da el ok, tus pasos resuenan sobre la madera del escenario, el aplauso, te sientas en la banqueta tras el saludo inicial y comienzas a tocar. Todo fluye, te gusta el sonido, eres tú mismo... Esto va a salir bien.

domingo, 11 de marzo de 2012

Al principio...

Me parece que la entrada número 20 es buena para resituarnos. He ido escribiendo sobre varios temas y creo que queda para rato. Pero hoy me gustaría comentar qué pasó por mi cabeza el día que me decidí a abandonarlo todo para dedicarme a tocar, a dar conciertos. Yo iba  bastante bien encaminado por la senda marcada (siempre he sido bueno y obediente). Acabé mi carrera estupendamente mientras daba clases y un poco antes conseguí una interinidad para el conservatorio, algo bastante difícil entonces. Las carambolas del destino me llevaron a Cádiz donde seguí enseñando un par de años. Para entonces me había casado e incluso tuve a esa hija que no paro de mencionar.
No hacía otra cosa que estudiar con el mismo ritmo de siempre. Estudiar, estudiar y estudiar. En éstas, me presento al Concurso "Pilar Bayona" de Zaragoza y convivo con Young-Ho Kim, magnífico pianista coreano, durante una semana (teníais que verlo tocar con unas manos incapaces de juntar pulgar y meñique; todo está en la cabeza, repetía sonriendo). Él estaba entonces en la Manhattan School of Music y charlamos mucho sobre proyectos futuros. Ambos quedamos finalistas y fuimos premiados, despidiéndonos sin certeza de volver a coincidir (algo que ocurrió tres años más tarde en otro concurso). Para no cansaros, volví a casa con la cabeza en efervescencia. Fuera había otra vida, había otros medios, otros conceptos... Quise irme a Nueva York (os recuerdo mi estado civil y mi paternidad) con mi familia, pero fue algo así como imposible. Las exigencias económicas lo hacían inviable.
Pero, entre mi voz interior y esa voz exterior que nunca me ha abandonado, decidí aprovechar el impulso y la euforia y probar suerte. No lo tenía fácil. Era muy joven, sólo 25 años, y, con toda la grada en contra, abandoné el sueldo seguro con el objetivo de ser concertista. No estaba loco. Durante toda mi vida no había hecho otra cosa que prepararme para ello. Lógicamente quedaba mucho pero, si era pianista, por qué no tocar. Me marqué un plazo razonable para conseguirlo y, poco a poco, lo logré. Otro día comentaré más detalles que pueden ser útiles.
Si alguien piensa que fue fácil se equivoca. Fue bastante duro, una prueba de resistencia. Pero ahí es donde quería llegar: se resiste por la ilusión, por las ganas, porque estamos preparados y porque lo que hacemos es algo grande. Si paulatinamente fuéramos capaces de desprendernos de tanto lastre, de tanta carga negativa que nos inculcan mientras estudiamos, no digo que todos los alumnos serían concertistas, pero seguro que los pianos sonarían mucho más de lo que lo hacen y con más alegría. Cada vez que alguien pide un pianista hay desbandada y eso no puede ser, de ninguna manera.
Después vinieron las gestiones, los viajes, los programas variados, las buenas críticas, la televisión, los festivales... (está bien recordar todo esto, de verdad).

Pues eso, hay que intentarlo. No tiene que ser de una manera drástica, pero es necesario, sobre todo porque, algún día, cuando pasen los años, igual la sombra del arrepentimiento intenta cubrirnos y nos estropea la nómina, el adosado, el BMW, las vacaciones y hasta la jubilación. No hay un solo camino, cada uno tiene el suyo, pero hay que andarlo. Con un leve temblor pero con ganas e ilusión.

miércoles, 7 de marzo de 2012

Sonata de Otoño

Hay muchas películas sobre música y músicos, con biografías más o menos rigurosas. Y lo que me suele gustar más es poder oír las obras interpretadas en una sala de cine, a todo volumen. Pero hoy he recordado una del año 1978, Sonata de Otoño, con dos protagonistas femeninas de talla: Ingrid Bergman y Liv Ullmann. La recordaba vagamente de hace tiempo, pero tuve la ocasión de volverla a ver el año pasado. Básicamente trata de la relación de una concertista de piano con su hija.
Por supuesto, es de esas concertistas de largas giras mundiales que antepusieron todo a su profesión (ojo, lo mismo sirve si hubiera sido el padre, no es cuestión de sexos). Eso significa relaciones difíciles, ausencias y falta de cariño, entre otras carencias (para muestra, un botón). Se analiza el drama psicológico, intentando el acercamiento tras un largo periodo sin verse. Hay escenas de una fuerza impactante, de tremendo dolor. En cualquier momento puede estallar todo.
En el mundo artístico se ha justificado siempre el desencuentro familiar debido a los frecuentes viajes. Parece obvio. Y no digamos si el triunfo acompaña a dicho artista. Quizás sea más fácil compararlo con los cantantes modernos o los actores. También hoy los medios de comunicación facilitan que la distancia sea más llevadera. Pero el concertista de piano, para colmo, aún estando en su casa, suele estar aislado si los programas que debe preparar le desbordan. A los niños se les inculca que nunca deben interrumpir el estudio. La habitación del piano es sagrada e impenetrable. Puede parecer exagerado, pero es así.
Afortunadamente, yo pude sortear este obstáculo de la manera más sencilla: mi hija, en la cuna o en el parquecito, dormía como un lirón junto al piano. Llegamos a pensar que era sorda e ¡incluso se lo consultamos al pediatra! Y creció jugando al lado del piano sin problemas. Y cuando tenía algo que decirme me lo decía y yo le respondía. Estaba claro que esto iba a ser sólo una etapa y no toda la vida, así que tuve claro que era mejor no perdérmela.
Por desgracia, conozco casos en los que la relación ha sido mucho más distante, dejando ciertas secuelas en el comportamiento, por decirlo de una manera sencilla. Incluso conozco un caso extremo con final trágico del hijo. Pero es eso, extremo.
Retomando la película, esta vez me quedé de piedra con la escena final. Perdonad si lo cuento, pero no estoy desvelando el desenlace de una intriga sino un comportamiento. Después de hora y media de tensión, de discusiones, de encuentros y de soluciones, cuando parece que va a acabar bien (y, en efecto, lo parece) la concertista realiza una llamada a su representante que, a la vez, es su administrador. Es impresionante ver cómo se transforma cuando empieza a hablar de dinero, de cuánto tiene en la cuenta, de que el coche que le iba a regalar a su hija va a ser el viejo y el nuevo se lo compra para ella... En fin, tras el drama humano sólo había dinero. Ni siquiera música. Conciertos, más conciertos para ganar más dinero.
No deberíamos dejar que, en nombre del Arte o de la Música, las personas que nos rodean puedan sufrir. Es compatible la vida familiar con el concertismo. Incluso los viajes se pueden realizar acompañado, las fechas se pueden ajustar en bloques, se puede rechazar lo que no tengamos muy claro. ¿No os habéis preguntado alguna vez, viendo a las grandes glorias, qué se les había perdido por aquí? ¿Nunca tienen bastante?
Me gustaría pensar que, al menos en un principio, el motor de esta vida fue la música y su amor a ella, y no únicamente el de ver subir la cuenta corriente.

domingo, 4 de marzo de 2012

Repertorio (II)

Lo recuerdo como si fuese ayer. Era un sábado por la tarde y había ido a visitar a una vieja amiga, a cuya hija había dado clases particulares. Vivía en un chalet antiguo, no excesivamente grande, pero con mucho encanto. La música siempre sonaba en esa casa pues para ella también el piano era importante. Tras los saludos iniciales las preguntas inevitables. De un tema a otro, qué tal todo, vosotros bien por lo que veo, queréis un café..., hasta que en mi radar saltaron todas las alarmas: sonaba algo delicioso, hasta entonces desconocido. Le pedí que subiera el volumen a su magnífico equipo. Desde el salón confortable se veía, afuera, el jardín de refinada estética. Ya no oía nada más, me quedé como petrificado. Eso no era música, era el cielo. Pero, ¿qué era?, ¿de quién?..., y ¿quién tocaba? "El Brendel, niño, (ella hablaba así), ¿quién va a ser?" En efecto, me pasó la funda del LP, y allí estaba con esas gafas tan características (las mismas que me colocaron a mí de pequeño y tan poco me gustaban). Mi ansiedad iba en aumento junto con la obra: ¡qué maravilla! Beethoven, las tres últimas Sonatas. Pero, si las conocía..., bueno, como conocíamos en aquellos tiempos de tan escasos medios el repertorio que no estudiábamos. Si tenías el disco, bien; si no, la radio o el directo. Y poco más. Luego, entonces, no era sólo la Sonata, sino la concepción que de ella tenía mi admirado Alfred Brendel. Pero aquello era nuevo, casi no era Beethoven. ¿O es que Beethoven podía sonar así? Le pregunté por fin qué fragmento sonaba. Como ella no estaba muy segura volvió a poner la aguja en el surco limpio. El volumen al máximo, sin distorsionar. Sonó el tema del tercer movimiento de la número 30, la opus 109, y, en nada, ahí estaba esa nota que me puso los vellos de punta: el Si agudo en la mano derecha de la primera variación. Aquello era casi religioso, era algo muy grande con los mínimos elementos. (Aquí podéis oírlo en el 1' 56'').

Y así quedó incrustada en mi cabeza para el resto de mi vida. Tenéis que entender que, de la época que hablo, las Sonatas de Beethoven eran la Patética, la Claro de Luna, la Tempestad, la Waldstein, la Appassionata, los Adioses, y dos o tres más que se estudiaban de mala manera, o sea, los hit parades. Pero no sólo aquí, sino en el mundo discográfico y en las salas de concierto. Esa misma noche, de vuelta a casa, empecé a leerla. Y parecía sencilla. Pero, ¿de cuándo algo tan bello iba a ser fácil? Era complicada, mucho más de lo que esperaba. No obstante, Beethoven ya había ensayado bastante y algo sabía de cómo escribir para el piano.
Y la hice mía. Me acompañó a los concursos, donde tampoco se oía, y a los conciertos, donde disfrutaba por darla a conocer. 
De esto hace ya mucho, pero quería compartir de qué manera, a veces, sin esperarlo, una obra nos elige. Sólo hay que estar receptivos y no dejar pasar la ocasión.

¿Y el comienzo de la Fuga de la opus 110...?