miércoles, 30 de octubre de 2013

Concierto didáctico

Este lunes pasado he tenido la ocasión de actuar en la misma localidad y con la misma obra para dos públicos diferentes. Por la mañana fue para cerca de quinientos escolares y por la tarde/noche para el público adulto. Y, como estamos de gira, pues fue con la ya mencionada en otras entradas Imágenes para El Principito, para violonchelo y piano.
El enfoque que hay que dar a un concierto cuando se dirige a los niños admite variantes, aunque pienso que cuanto más cerca de la realidad esté lo que se ofrece, mejor. De toda la vida, un concierto didáctico consistía en que, previa a la interpretación de las obras, el o los músicos explicaban de una manera clara y sencilla algún aspecto destacado de la música, del compositor, del instrumento o de cualquier otra cosa que sirviera para atraer la atención de esos nuevos oyentes. Se usaban ejemplos inmediatos y se atendían a las variopintas preguntas que del auditorio emanaban.
Ahora parece que, además, hay que disfrazarse, actuar exageradamente, representar un papel o, incluso, hacer de cómico. Programas de televisión hay que dan fe de lo que digo. Y no sé yo si esto al final beneficia o perjudica.
Por mucho que nos empeñemos, lo que necesita la música es tiempo para oírla. Toda esa teoría de que hay que entenderla, comprenderla, visualizarla, analizarla..., me parece que va por otros derroteros. A mí, de siempre, sólo me ha gustado oírla y sentirla. Lo demás forma parte del estudio; pero como público, como oyente, creo que no necesita de ayuda alguna.
Por eso pienso que lo esencial en un concierto didáctico es lograr que los chavales presten atención a lo que allí ocurre, delante de ellos, en vivo y en directo. En este caso concreto, la lectura de unos fragmentos del libro les prepara la audición. Entre pieza y pieza, se les dice qué viene a continuación, y cuando acaba cada una, estallan en aplausos, silbidos y gritos, con lo que logramos que desfoguen antes de pasar a la siguiente, que escuchan atentamente. Es decir, objetivo conseguido.
Con otro tipo de obras, creo que no es aconsejable dar clases de Formas Musicales, de Armonía o de Historia y Estética. Realmente no hace falta. Si pretendemos que la música les atraiga será mejor que no les aburramos de antemano. De ser así, no pararán de mirar el reloj, de moverse incómodos en las butacas y, por supuesto, de comenzar a charlar que, más que molestar, sólo servirá para que no escuchen nada de nada.
Por eso, insisto, si lo que hacemos se acerca a la realidad, poco a poco lograremos que se habitúen a prestar atención a lo que más adelante contemplarán como espectadores, a lo que de verdad se van a encontrar, y a descubrir paulatinamente todos los placeres que puede provocar ir a un concierto en directo. Que lo que comenten al salir sea sobre la música.
Todo menos que dentro de nada, en cualquier recital, nos pidan actuar vestidos de época o que los niños puedan salir al escenario a saltar, bailar o a toquetearlo todo.
Un poquito de por favor...

domingo, 27 de octubre de 2013

José Manuel de Diego (Melancolía)

Esta tarde he ido con los niños a visitar la sepultura de Platero, que está en el Huerto de la Piña, al pie del pino redondo y paternal. En torno, abril había adornado la tierra húmeda de grandes lirios amarillos.
Cantaban los chamarices allá arriba, en la cúpula verde, toda pintada de cenit azul, y su trino menudo, florido y reidor, se iba en el aire de oro de la tarde tibia, como un claro sueño de amor nuevo.
Los niños, así que iban llegando, dejaban de gritar. Quietos y serios, sus ojos brillaban en mis ojos, me llenaban de preguntas ansiosas.
-¡Platero amigo! - le dije yo a la tierra-; si, como pienso, estás ahora en un prado del cielo y llevas sobre tu lomo peludo a los ángeles adolescentes, ¿me habrás, quizá, olvidado? Platero, dime: ¿te acuerdas aún de mí?
Y, cual contestando mi pregunta, una leve mariposa blanca, que antes no había visto, revolaba insistentemente, igual que un alma, de lirio en lirio...
(Juan Ramón Jiménez. Platero y Yo, capítulo CXXXV Melancolía).

Sólo en muy contadas ocasiones la vida parece tambalearse. Cuando alguien como José Manuel nos deja, te obliga a replantearte muchas cosas, a redefinir el sentido de nuestra existencia.
La razón no puede explicar nada, no tiene lógica.
Calificar a José Manuel es muy fácil pues no tenía trampa. Era transparente, como son las personas nobles y buenas. Todos tenemos recuerdos suyos de cariño y de ánimo con el piano, además de las infinitas anécdotas que contaba con su inigualable sentido del humor.
No es justo. No hay derecho. Este mundo era un poco mejor con él aquí. Y aquí tenía que seguir por muchos años, con Lilí, con sus hijos, con sus amigos, con sus alumnos.
Nos tendremos que conformar con su recuerdo, con su memoria, con su risa, con su música (ese Carnaval de Schumann), con sus chistes, con sus gestos.
La vida se tambalea. La tristeza es grande. La melancolía será permanente. La nostalgia...

Platero, tú nos ves, ¿verdad? ¿Verdad que ves cómo se ríe en paz, clara y fría, el agua de la noria del huerto; cuál vuelan, en la luz última, las afanosas abejas en torno del romero verde y malva, rosa y oro por el sol que aún enciende la colina?
Platero, tú nos ves, ¿verdad? (...)
¿Verdad que ves a los niños corriendo arrebatados entre las jaras, que tienen posadas en sus ramas sus propias flores, liviano enjambre de vagas mariposas blancas, goteadas de carmín?
Platero, tú nos ves, ¿verdad? (...)
(Juan Ramón Jiménez. Platero y Yo, capítulo CXXXIII Nostalgia).

  

miércoles, 23 de octubre de 2013

De noche

Con sólo cuatro días de diferencia, he tenido que recorrer dos distancias muy similares, de algo más de seiscientos kilómetros ida y vuelta, pero en condiciones muy distintas.
Nos ponemos en marcha con la suficiente antelación para llegar al destino sin prisas y poder estirar las piernas un poco así como calentar las manos y probar la acústica. Tarde soleada de viernes, comienzo de fin de semana, con atasco coordinado exactamente para atravesar Sevilla. Como mi hija insiste en conducir a la ida, en esas horas posteriores a la comida en la que los párpados pesan lo suyo, yo estoy encantado. Beatriz, de quien ya comenté que es la mejor copiloto, le hace el recorrido lo más ameno y entretenido posible. Mientras, coloco mi organismo en modo ahorro y me hago invisible. Así da gusto, la verdad.
La vista del mar siempre es recibida con alegría, que parece que tenemos agua salada en las venas. Afortunadamente no hay excesiva humedad y las manos no están tan pegajosas como suelen en estos ambientes. Pedazo de concierto, todo hay que decirlo aunque suene inmodesto, de nuevo con mi obra sobre El Principito, para violonchelo y piano. Y a la vuelta, cojo yo el volante para que mi hija pueda comentar (vía teléfono móvil) con media humanidad (millón arriba/abajo) lo guapa que estaba y lo bien que ha tocado.
La luna está, más que llena, rebosante. Apenas una nube en el cielo y podría conducir con las luces apagadas (locura que ya probé en esos años en los que el peligro no se siente). El camino entre montañas se llena de sombras azules. Así podríamos rodar toda la noche. Un placer único.
Ayer martes la dirección era hacia el interior, hacia otro mar, el de los verdes olivos. Con los mismos preparativos y el mismo atasco (¿para cuándo la SE-40?), enfilamos la A-IV con el limpiaparabrisas sin dejar de funcionar ni un solo segundo. Lo más incómodo de todo son los camiones que, aunque sea autovía, levantan cortinas de agua que el viento se encarga de acrecentar. Pero ahí está mi hija, cual brava timonel amarrada a su timón, manteniendo el rumbo impertérrita.
No voy a ser pesado con que mi obra gusta y el público sale emocionado. Eso sí, los piropos a la violonchelista fueron incesantes. El regreso sé que va a ser más difícil. La lluvia no es tan fuerte pero no cesa. Un buen tramo de casi cien kilómetros es de carretera secundaria y apenas se ve ni la pintura del asfalto. Para colmo, todo son curvas y cuestas. Los cuatro ojos de piloto y la copiloto vigilan sin descanso en busca de bolsas de agua (que las hubo) y de escorrentías con barro. Conforme nos acercábamos a casa íbamos dejando atrás la borrasca. Hora de poner música y relajar los hombros. Rodar toda la noche así sería bastante más difícil y cansado.
Pero estas cosas no se piensan. Al concierto se va y se vuelve, forma parte del trabajo. Forma parte de esta vida.

domingo, 20 de octubre de 2013

Televisión Local

Puede que aún esté calentando o que acabe de dejarlo todo preparado: la banqueta a la distancia adecuada, el atril quitado o con la partitura colocada, dependiendo del caso, una última comprobación a la afinación, un vistazo a la sala y listo.
Entonces, oigo el chasquido, como una claqueta, como un latigazo metálico. Luego otro y después un tercero. Clavas la mirada intentando recibir otra como respuesta. Nada. Observas cómo una persona desconocida está dedicándose a montar un trípode sobre el que instalará el maquinón (léase cámara de vídeo profesional) con el que tú no sabes muy bien qué piensa hacer. Bueno, sí, un mínimo de inteligencia es capaz de entender que va a grabar imagen y sonido de tu concierto. Obvio.
Aún recuerdo los días en los que comenzaban a florecer las televisiones locales, por no decir las generalistas, que todo fue a la vez, y se acercaban uno o dos jóvenes a comentarte (literalmente: mira, te comento...) que les gustaría grabar unos minutos de tu recital para las noticias de su cadena. O, si no, se te acercaba el técnico de cultura a presentarte al cámara que quería pedirte permiso para grabar todo porque así tenían material para emitir.
Pero poco a poco, imperceptiblemente, se fueron perdiendo las buenas maneras y la educación, incluso el respeto por tu trabajo. Hoy es frecuente que la escena comience tal y como he relatado arriba. Ni te mira, ni te saluda, ni te habla. A lo suyo. Después de muchos años pidiendo a cambio sólo una copia de la grabación para tenerla de recuerdo, ya que la empresa se iba a beneficiar de mi trabajo de manera gratuita, conseguir una respuesta afirmativa y tener en mi poder como mucho dos cintas de VHS, comencé a hacer como los grandes, los que salen en las noticias de las tres, es decir, advertirles de que sólo podrían grabar cinco minutos.
Os podéis imaginar las respuestas. En honor a la verdad, diré que hay gente muy amable y comprensiva que entiende lo que propongo y se limitan a cumplirlo, abandonando la sala en el momento oportuno para molestar lo menos posible. Pero mis preferidos son los que, en plan americano, te gritan que estamos en un sitio público y que ellos cumplen con una labor informativa. Cuando les repito que no puede ser, recurren a argumentos peregrinos que de nada les valen. Entonces sí me quedo esperando el momento en el que estoy tocando con toda mi atención puesta en la obra, para no sobresaltarme cuando oiga de nuevo los tres chasquidos, esta vez a la inversa, todos los golpes posibles con la cámara y el macuto, así como los pasos firmes hacia la salida, portazo incluido.
¿De verdad sirve para algo que te graben las locales? En el mejor de los casos se limitan a repetir hasta el hartazgo tu concierto, lo que no quiere decir que la gente lo vea. Como consecuencia, la próxima vez que vayas a dicha localidad a actuar no se van a formar colas para ir a verte gracias a tanta publicidad, sino que, si alguno se ha enterado de quién eres y lo que haces, preferirá hacerlo cómodamente desde su butaca con la cena en una bandeja (aunque me temo que esto raya con la ciencia ficción).
La grabación para televisión ha de hacerse bien, al igual que las de radio. Es nuestra tarjeta de visita y, repito, nuestro trabajo.
Y si los políticos usan el medio para pregonar lo bien que lo hacen, al menos que te pidan permiso y no lleguen abusando de su autoridad. Hasta ahí podíamos llegar.

miércoles, 16 de octubre de 2013

Cambiar el mundo

Me pasa Beatriz una entrada del Facebook del profesor Julián Casanova (catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza, a quien deberían dejar explicar a todos los españoles cómo fue nuestro siglo XX para que pudiéramos salir del bucle en el que nos movemos), que cita textualmente a Luis Buñuel: "Un artista no puede cambiar el mundo. Pero puede mantener vivo un margen esencial de inconformismo".
Cada vez que hago repaso de las entradas que llevo y las releo para intentar no repetirme involuntariamente, me doy cuenta de que no puedo desligar la vida, personal y colectiva, del piano. De ahí que de vez en cuando clame contra los que han decidido hacernos el bien y en tono paternalista no paran de reprendernos y castigarnos. Estoy convencido de que, por mucho que queramos aislarnos en nuestra burbuja musical, acaban salpicándonos y poniéndonos perdidos del barro que de ellos emana.
Del inconformismo de los artistas puedo hablar con la autoridad del que ha sido conformista. Durante demasiado tiempo pensé que serlo (conformista) era mejor para todos pues así dejaba a los demás ejercer su libertad. ¿Quién era yo para contradecir a nadie? Si el otro tenía clara su postura, bienvenida fuera. Claro, eso no quitaba para que igual por dentro me reconcomiera al contemplar actos y oír sentencias contrarias a mi ser.
El destino quiso que por fin se cruzara visiblemente (es una historia muy curiosa que no pienso contar) la persona que me ayudó a destaparme. Desde entonces, la óptica con la que veo la existencia humana parece salida directamente de la fabrica Carl Zeiss. Y va en aumento, valga la redundancia.
Una frase que yo aplicaba sin ser consciente era "por mí que no quede". O sea, en lo que dependa de mí, haré todo lo posible y hasta lo imposible. ¿O es mejor dejar que pase lo que se ve que va a pasar y después dedicarnos a las lamentaciones con la carita torcida o lágrimas de cocodrilo? A veces resulta agotador seguir esta máxima, pero tiene como contraprestación la ausencia de arrepentimiento por lo eludido. No podemos con todo y no tenemos capacidad de solucionar todo, pero hay que intentarlo.
Si nos decidiéramos a poner un pequeño impulso inconformista en común, la fuerza creada equivaldría a trillones de kilopondios. Imaginad un mundo que funcionase sólo por la energía generada por el inconformismo, ése que nos entra a todos sin excepción cuando contemplamos las injusticias y abusos de poder que se cometen a diario, y no me refiero sólo a la política, que esto es mucho más cercano de lo que creemos.
Los grandes creadores musicales, esos que han dado sentido a nuestras vidas, sí cambiaron el mundo, lo hicieron mucho mejor. Ninguno se conformó con su circunstancia. Luchó por evolucionar, por avanzar, por compartir. No podemos compararnos con ellos pero sí podemos seguir su ejemplo. Imaginad a Mozart o a Beethoven con la boca cerrada o con su música silenciada. No serían ellos, ¿verdad?
Lo fácil es abandonar, desistir. ¿Y qué nos quedaría? La subsistencia, no la existencia.
Puede que eso sea lo que nos diferencie del mundo animal. O quizás del vegetal.
Todo menos quedarnos en mineral.

domingo, 13 de octubre de 2013

Contento

Así me siento: contento. Y parece algo casi imposible de lograr tal como está el patio. Mires para donde mires sólo hay desilusión, crispación, desánimo, violencia verbal... Por no hablar de las continuas salidas a la luz de las hermanitas de la caridad que no han roto un plato en su vida en forma de sindicalistas, directores generales, consejeros autonómicos, políticos de cualquier partido, ex-ministros, cuñados, familia real, gerentes de lo que sea, intermediarios..., a quienes ponen la guinda mis favoritos, los encargados de usar el lanzallamas contra la cultura y la educación con una cara de satisfacción que ni los malos de las películas malas: Wert y Montoro, auténticos pirómanos sin escrúpulos, que encima quieren aparecer como bomberos.
Pero yo... OOOOOMMMMM, sin prisas, con mucho eco.
Cuando en el origen de mi carrera decidí abandonar la senda segura en busca del auténtico ejercicio de la profesión (al menos desde mi punto de vista), sin ninguna red protectora (aunque con un ángel de la guarda que ya quisieran muchos para sí, que ofertas no han faltado), sentía continuamente una especie de euforia, de alegría, de fuerza y de valentía que muchos años después se fue diluyendo, aunque no perdiendo. Es como si, una vez conseguido el objetivo, hubiese normalizado ese estado.
Pero ahora, curiosamente, ha vuelto con la misma contundencia, lleno de brío. Diría, incluso, que hasta con rabia. Casi treinta años después, ha vuelto a ser transparente. Y sólo puedo sentirme contento.
Cuando miras hacia atrás y contemplas el camino recorrido es imposible no estar satisfecho y orgulloso. El problema viene al permitir que todo el ruido permanente e interesado en el que vivimos atraviese nuestras defensas y nos haga tambalear. La vida ya viene cargada de sustancia por sí sola (y de materia orgánica) y hay que pelear aunque no se quiera, por lo que el desgaste está garantizado. Pero si nos distraemos en exceso y perdemos el Norte, que al final es lo que a diario intentan para manejarnos y llevarnos al matadero, seremos presas fáciles para la trampa que nos han tendido estos fulanos.
No quieren personas formadas, independientes, inteligentes, intrépidas, vitalistas y libres; ¡claro que no!, que poco les iba a durar la poltrona. Quieren borregos asustadizos que se contenten con los restos de sus migajas.
Si todos nosotros un día decidimos emprender este camino apasionante, cada cual a su manera, que no hay normas, sólo podemos estar contentos por ser conscientes de que ya tuvimos que enfrentarnos a mil y una vicisitudes, y de que las superamos con éxito. Ahora estamos inmersos en otra más, así de simple, pero con la convicción que dan los años y con la energía renovada que nunca se perdió.
Miremos sólo en una dirección y decidamos seguir viviendo nuestra vida, la única que tenemos. Es en nuestra parcela donde la desarrollamos y es la que tenemos que cuidar y mimar. Lo demás, a poco que se lea un poco de Historia, nada nuevo bajo el sol. Además, si estos prendas nos ven contentos, a lo mejor se les hiela esa sonrisa del que cree que ha ganado y se los traga una ballena.
¡Ojalá!

sábado, 12 de octubre de 2013

miércoles, 9 de octubre de 2013

En coche

He calculado por encima los kilómetros que llevo recorridos sentado al volante y pueden estar por encima de los 750.000, sin exagerar, sumando los cuenta kilómetros de los distintos coches que he tenido. Se podrían añadir los que he 'sufrido' como copiloto (ya sabéis cómo un conductor, cuando va en el asiento derecho, saca los pies por delante frenando a cada instante), que no bajan de los 50.000.
Esto es pisando asfalto, mi medio de transporte habitual. No puedo olvidar el tiempo pasado entre autobuses, trenes y aviones (y el ferry a Ceuta, que también cuenta).
Cuando tienes en la cabeza la hora de llegada a un destino en el que vas a dar un concierto, hay que reservar siempre un margen para imprevistos, desde un simple pinchazo a un atasco por obras. No es lo mismo, obviamente, tener que atravesar la península (Cádiz-Pontevedra, por ejemplo) que tocar al lado de casa y poder ir dando un 'tranquilo' paseo.
La verdad es que, para tanto trajín, tengo que reconocer que el balance de sucesos es muy positivo. Con mi primer trasto siempre estaba al tanto de los 'platinos'. Cuando empezaba a dar tirones, miraba a Beatriz (quien por cierto se ha tragado los mismos kilómetros que yo ejerciendo de ejemplar copiloto y sin pegar jamás una cabezada, al contrario, dándome toda la conversación posible para hacer llevaderas las horas y para evitar el sueño), y al unísono soltábamos la misma expresión: "¡los platillos!".
En una ocasión, en esas paradas tácticas que nos gusta hacer, quisimos estirarnos un poco, antes de llegar a Jaén, en plena naturaleza. Usamos un camino secundario en el que no pudimos adentrarnos demasiado a causa del barro que dejó la lluvia de los días anteriores. Cuando íbamos a incorporarnos a la carretera, con el peso del morro por el motor, se quedaron las dos ruedas delanteras hundidas. Ese día, y como cosa rara, llevaba puestos los zapatos de concierto. Y ahí me tenéis metiendo debajo de los neumáticos ramas, piedras y cualquier cosa que sirviera para facilitar el agarre. Imposible. Afortunadamente, Beatriz detectó un ruido lejano de motosierra y se adentró, campo a través, volviendo al poco con dos agricultores en un todo terreno que nos sacaron amarrando una cuerda.
Todas las flamantes, y cada vez peor conservadas, autopistas y autovías de España las he visto construir. ¿Sabéis lo que eso significa? Primero y fundamental, que antes no había sino carreteras nacionales, es decir, un carril por cada sentido, camiones por todos lados y travesías urbanas en hora punta. Con mucha suerte se podía calcular la velocidad media en 70 u 80 km/h. Y lo segundo es que, mientras se construían, todo eran obras, maquinaria pesada, cortes de tráfico y desvíos por caminos de cabras. Ahora sí que era un milagro mantener esa velocidad media.
Antes de decidirme por esta carrera pensaba que el volante de un coche podía tensarte los músculos y ser perjudicial para el concierto, por lo que había que viajar un día antes o ser llevado por un chófer profesional. Con el carné recién sacado, evidentemente, se conduce con cierta tensión, pero poco más.
Ya seguiré contando más batallitas. Lo único que recomiendo es un buen seguro de viaje para ir más tranquilo. Y una buena discoteca, bien en Cd o en mp3, para esos paisajes en los que sólo falta la banda sonora.

domingo, 6 de octubre de 2013

Otoño

Supongo que nadie podrá negar que el tiempo vuela. Hace nada estaba metido en el agua o tumbado en la arena, sintiendo la cálida brisa veraniega y la "salada claridad", cuando, sin aviso, el aire comenzó a traer olores y sonidos distintos.
Da gusto salir al campo de nuevo a cualquier hora sin temor al sol, aunque la paulatina pérdida de luz acorte el día sin remedio. El atardecer deja imágenes sorprendentes, llenas de color reflejado en las nubes. Los paseos vuelven a ser largos y tranquilos.
Si hace muy poco estaba recogiendo moras, con las que Beatriz adornó suculentas tartas, este mismo viernes volví con una bolsa cargada de granadas. Todo al alcance de la mano. En las parcelas privadas acaban de recoger la uva y están con la aceituna. En breve podré acercarme a las respectivas cooperativas a por el mosto nuevo (y el vino de pasas, un néctar único) y a por el aceite virgen, afrutado como ninguno.
Ya he visto en la frutería los primeros membrillos. A poco que estén algo más maduros van a ser pelados, troceados, hervidos y, una vez limpios de semillas y unidos con el ochenta por ciento de su peso de azúcar, removidos pacientemente por mí durante mínimo una hora y media hasta lograr una memorable delicia. Nada que ver con la que viene envasada. Después de cada comida irá cayendo paulatinamente, a trocitos o a cucharadas, hasta que la cordura aconseja dejarlo hasta el día siguiente.
La tierra vuelve a ser marrón. Los verdes y amarillos volaron como si nada y ahora sólo quedan, si acaso, algunos restos carbonizados tras el paso de las máquinas recolectoras y la quema de los rastrojos. Las primeras lluvias han asentado el polvo de los caminos y limpiado el color blanquecino de las plantas silvestres y de los árboles. Se respira la pureza. Da gusto percibir a través de los sentidos toda la maravilla que nos rodea.
Tras un día cargado de estudio, de gestiones telefónicas, de correos electrónicos, con la cabeza un poco cansada, poder dejar atrás todo y sumergirse en este mundo auténtico no tiene precio. La vista, el olfato, el oído, saturados de belleza y pureza.
Por aquí aún tenemos por delante un mes cálido para disfrutar sin sudores y vistiendo sólo una camiseta. Un buen día, inesperadamente, soplará una brisa del norte que nos obligará a echar las mantas y sacar los jerséis. Pero, hasta entonces, pienso disfrutar todo lo que pueda de esta luz y de esta temperatura.
Es lo único que no nos podrán quitar jamás.

miércoles, 2 de octubre de 2013

A través del piano

Puede suceder que una persona crezca con una buena dosis de timidez. Nada raro. Con los años no hay más remedio que superarla o, al menos, controlarla. No podemos pasar la vida retraídos por una falsa percepción de casi todo.
Otro aspecto, que forma parte del carácter de cada uno, es la necesidad de mantener lo que nos pasa a nivel privado. Hay gente que no tiene secretos, que todo lo cuenta, y gente que es más reservada, no como algo negativo sino entendiendo su existencia como algo personal que sólo le incumbe a ellos.
El exceso de lo uno y el extremo de lo otro, sumados, pueden crear una persona huidiza, con pocas relaciones y negada para cualquier manifestación pública. No digo nada si de tocar el piano se trata.
Reflexionando sobre esto, ya comenté que mi carácter fue (y es) más bien tímido aunque, obviamente, bastante controlado. Se limita a un acto mental, como una reacción primaria, y, si acaso, a un primer paso, que nunca se queda sin dar. Buena prueba es mi profesión y, por qué no, este blog. Para quien sepa leer, aquí estoy bastante expuesto y no me pesa en absoluto.
El caso es que me encontraba estudiando ayer por la mañana y, como ya sabéis que la cabeza cuando se concentra está en veinte sitios a la vez, recordé escenas vividas a lo largo de todos estos años, incluida la larga carrera. Me costó mucho llegar a expresarme a través de las teclas. No fue nada fácil. De hecho, creo que tengo un mérito tremendo, así de claro lo digo. Un buen día, como por arte de magia, o porque ya no podía más, harto de sufrir en silencio, logré que algo mío desde el interior saliera en forma de música. Lo recuerdo con tanta nitidez como si fuera ayer y sucedió exactamente en el año 1977, en el mes de octubre. Tenía que tocar en clase el segundo movimiento del KV 466 de Mozart, la obra con la que me estrené en el 75 con orquesta, con sólo trece años. No sé dónde apreté o qué interruptor accioné. Sólo me sigo viendo tocando con mucho afán, haciendo y dominando lo que quería y oyendo lo que salía. Era yo, ése sí era yo. Por fin. Fue como romper un envoltorio que bloqueaba tanta energía.
Desde entonces nada fue igual. No puedo explicarlo con palabras a modo de teoría universal. Ojalá pudiera. Yo soy transparente y en mi cara se puede leer sin dificultad, y eso mismo ocurrió con la música. A través del piano se puede oír lo que siento y cómo me siento.
En su día le di bastantes vueltas pues no acababa de entender cómo había sucedido y por qué no lo había resuelto mucho antes. Es posible que simplemente fuera un proceso de crecimiento, de madurez. La preocupación por que los niños toquen obras de envergadura puede retrasar lo que sólo el tiempo es capaz de dar. Igual deberíamos elegir los programas de una manera más adecuada y no sólo en función de un lucimiento temprano.
Si pensamos que la Música es un Arte, una cosa es tener aptitudes o cualidades y otra, muy distinta, es llegar a expresarse a través de ella. Hacen falta muchos años de esfuerzo para dominar el instrumento, el vehículo a través del cual nos comunicaremos. Pero, una vez conseguido, todo resultará más fácil, más espontáneo, casi natural. Y ni la timidez ni la reserva podrán ensombrecer nuestra creatividad. Toda nuestra fuerza interior, esa que hemos acumulado por no exteriorizar, saldrá vigorosa y resplandeciente. Y el público lo notará, enseguida, nada más poner las manos sobre el teclado.