miércoles, 27 de noviembre de 2013

Escuela bolera

Durante muchos años me he preguntado de dónde vendría la expresión "ir de bolos". Como muchos giros que aceptamos comúnmente, proviene del teatro (origen de pros y contras para los músicos que pisamos los escenarios). Habitualmente se decía cuando una compañía estable de la capital emprendía una gira por provincias, lo que incluía a menudo muchos pueblos de relativa importancia. El caso es que contaran con un teatro o un casino en el que poder actuar, para que la agenda del empresario, y a la vez la de los actores, estuviese lo más completa posible.
Imagino que el símil es fácil de aplicar a la música. Imaginemos a la Orquesta Nacional de España en ruta por esas autovías de Dios. El trabajo estable lo da la sede y su programación semanal. Lo demás puede ser considerado un extra con el que aumentar la soldada.
Quiero recordar lo más asépticamente posible los conciertos a los que asistí durante mi etapa de estudiante en Sevilla, a los que acudíamos los alumnos con ansia de conocer y presenciar en directo lo que sería, con toda probabilidad, nuestro futuro. No sólo la Nacional, de la que recuerdo con nitidez la Primera de Mahler dirigida por López Cobos, con siete trompas tronando, sino las que provenían de otros países, en especial de la antigua U.R.S.S., insuperables en perfección.
Yo creo que esto no eran bolos. Eran giras en condiciones, realizadas con ganas y al máximo nivel.
Cuando a finales de los ochenta y en los noventa comenzó el florecimiento de escenarios (auditorios gigantescos y nuevos teatros) así como de agrupaciones sinfónicas, todo ello bajo el auspicio de nuestros más que fotogénicos políticos, llevó parejo el intercambio frecuente entre autonomías y provincias. Así, era frecuente comprobar cómo un mismo programa de temporada era exhibido en distintas capitales un día tras otro. Y parece que esto está bien. Sólo tengo una pequeña pega. Las veces que asistía a escucharlas, solía salir con una sensación extraña. Era como si, sin poder poner demasiadas pegas, aquello no hubiera acabado de estar a la altura, al menos a la que yo esperaba. Como si se bajara el listón por suponer que el público sería menos exigente.
Poco a poco, por llevar el tema un poco más cerca de nuestro oficio, la máxima que siempre me ha guiado de que cada concierto es único y que por mí no quede, ya puede ser en un establo que en el Auditorio Nacional, observé que no era contemplada tan estrictamente por demasiados intérpretes. Desde lo más alto a lo más cercano. Entonces, la palabra 'bolo' empezó a sonar como algo despectivo, como si quien estuviera tocando lo hiciera a medio gas y sólo por la pasta. Los comentarios similares a 'total, para los que van a ir', o 'allí nadie se va a enterar de nada', o 'para lo que pagan', o 'quién va a venir que pueda juzgarnos' ..., cada vez fueron en aumento. Esto conllevó una disminución de la calidad en la interpretación y una consecuencia jamás evaluada: el público comenzó a enfriarse porque cada vez disfrutaba menos con el concierto. A su vez, los encargados de programar desviaron la atención hacia espectáculos más populares, de gran rentabilidad política.
Conclusión: una extensa red de músicos boleros ofrecían sus servicios por doquier con una calidad más que dudosa, apagando la débil llama que iluminaba el camino a seguir.
Sigo convencido de que hay que ofrecer lo mejor de uno mismo para que la música de los grandes suene a lo que debe. Esto supone más estudio y más sacrificio, pero no os quepa ninguna duda de que la recompensa será mucho más grande.

domingo, 24 de noviembre de 2013

¡Mamá, quiero ser artista!

No hace mucho tiempo, quince o veinte años quizás, tomar la decisión de dedicarse al artisteo y vivir de él era, como poco, infrecuente. Esto era más una afición que una profesión y sólo esa mínima parte de la sociedad que frecuentaba la mala vida podría tener algún interés en tirar por la borda los esfuerzos paternos para que el niño o la niña fuesen personas de provecho.
Si echamos la vista un poco más hacia atrás, prácticamente la totalidad de los artistas se podían definir como pecadores con pasaporte directo al infierno (que debe estar de lo más ambientado). De hecho, casi todos pasaban por vagos y maleantes, es decir, gente sin oficio.
Puede parecer que los músicos tenían una especie de salvoconducto ante la ley ya que, al menos en teoría, tocar un instrumento requería una buena dosis de estudio. Es verdad que dentro de este saco habría que crear como una escala con la que se podría dibujar una pirámide, en cuyo vértice superior, cómo no, se situarían los clásicos, la élite. Pero no es de esta 'tontería' de la que quiero escribir hoy.
Elegir ser artista incluye muchas parcelas para las que la sociedad actual aún no está preparada. Hablo de sociedad en el sentido de admitir que esto sea un profesión completa, que no necesita de complementos, de que nadie se asuste ni sorprenda cuando somos presentados como músicos, que nuestras abuelas no saquen el rosario invocando a San Judas Tadeo, patrón de los imposibles, cuando se enteran de a qué pensamos dedicarnos y un largo etcétera.
Gracias a la televisión, muchos jóvenes son presa de un fervor repentino por esta vida. Yo recuerdo cómo en los años 80, la serie Fama logró aumentar significativamente la matrícula en los conservatorios y en las escuelas de danza. Hoy el tirón lo tienen los cientos de programas concurso que se nutren de miles de principiantes ilusionados de usar y tirar, así es el mercado.
Pero yo siempre oí que esto del piano era distinto. A mucha gente, cuando se le pregunta qué le hubiera gustado hacer en la vida, responde que tocar el piano. Es verdad que tenemos, en proporción, el mayor número de aficionados con respecto a cualquier otro instrumento. Esto obliga, ya que el nivel de exigencia ha crecido, a mantenerse a base de estudio, no hay otro secreto.
Cuando se levanta el telón, se apagan las luces de la sala y el escenario toma brillo, el público queda cautivado mágicamente, incluso antes de oír siquiera una nota. Lo que venga después dependerá del arte y buen hacer de cada uno, obviamente. Lo que casi nadie puede imaginar es el camino recorrido hasta llegar a ese instante. Mucho esfuerzo, mucho sacrificio, mucha tensión, mucha inversión, muchas privaciones..., mucho de todo. Y aquí llegamos a lo interesante. Cuando se ha caminado a conciencia, paso a paso, se han seguido los consejos recibidos y se ha hecho la tarea a diario, año tras año, alcanzamos un objetivo, loable en sí mismo. Pero todo ese largo peregrinaje toma sentido sólo si la música la tenemos dentro sin mirar ninguna otra faceta. Hay algo que no tiene explicación y que nos pertenece en exclusiva de manera individual.
Lo que a día de hoy no consigo explicarme es por qué la mayoría de artistas se consideran tales por el mero hecho de actuar ante el público, y los pianistas tenemos que agarrarnos siempre a la sexta acepción del diccionario de la RAE: persona que hace algo con suma perfección. Así, tenemos el disfrute un poquito más alejado que los demás.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Maldito parné

Recordaréis que, en 1809, Beethoven logró estabilizar su independencia musical gracias a la ayuda de sus más ricos admiradores: el Archiduque Rodolfo, el Príncipe Lobkowitz y el Príncipe Kinsky. El acuerdo fue para que no abandonara Viena pero también para que la economía dejara de ser una preocupación. Poco tiempo después hasta llegó a los tribunales para defender este pacto, tan importante era para él pensar sólo en la música.
Algo parecido le ocurrió a Prokofiev. Tras la Revolución Rusa de 1917 decidió alejarse de los conflictos (por resumir). Durante catorce años estuvo dando tumbos por América, Alemania y Francia. Cansado y nostálgico a rabiar, no dudó en aceptar la invitación del gobierno soviético para volver e instalarse en Moscú a cambio de no tener que volver a preocuparse por su manutención. Sólo le interesaba una cosa: la Música. Quería dedicar toda su energía a componer y así fue, aunque tuviese luego los problemas propios con la censura, al igual que Shostakovich.
Cuando la motivación principal para un artista es la económica, pienso que tiene muy difícil el llegar a estar satisfecho, pues no hay límite. Nunca tendrá suficiente. Y hasta estoy convencido de que se convierte en peor persona lo que, al menos a mí, me lleva a despreciarlo como artista.
Por desgracia, hoy todo se mide por la cantidad y no por la calidad. Durante muchos años he oído que en España se pagaba excesivamente a las primeras figuras, mucho en comparación con otros países de tradición melómana. En tiempos de vacas gordas, los palurdos que manejaban el dinero público no dudaban (y no dudan todavía) en pagar lo que fuese necesario y mucho más con tal de colgarse la medalla y hacerse la foto al lado de tal o cual nombre internacional.
La pena es que este despilfarro sistemático no ha servido absolutamente para nada. Ni se ha creado escuela, ni se ha creado afición y ni siquiera ha beneficiado a los músicos nacionales. De siempre pensé que con lo que se pagaba por una aparición estelar en una sola noche se podía financiar una temporada completa de conciertos de pequeño formato (solistas y música de cámara) en el mismo sitio. Y, por supuesto, tirando de cantera y de veteranos, que la música iba a seguir sonando estupendamente.
Dedicarse a esta profesión siempre ha contado con el sambenito económico, más si tenemos en cuenta la comparación con los músicos de otros estilos, que mueven cantidades ingentes de público. He tenido compañeros que han renunciado al concertismo sólo por dinero. Si nada más empezar (y después también) se fija un precio demasiado elevado, lo normal es que nadie te contrate. Esto, con el tiempo, me ha llevado a pensar que, más que una razón, era una excusa para ni siquiera intentarlo.
La vida del artista siempre ha tenido mucho de vocación, lo que no obsta para que haya que comer al menos tres veces al día y tener un techo bajo el que guarecerse y estudiar. Igual estaría bien poder dejar de pensar en todo esto (por soñar un poco) y dedicarse y preocuparse sólo de tocar, como si fuera por gusto. Eso significaría que podríamos plantearnos cualquier proyecto, que trabajaríamos seguramente dos y tres veces más, que no pararíamos, que no tendríamos límites y que seríamos ilimitadamente productivos.
Seríamos todos inmensamente ricos pero de verdad, no los del dinero, sino los satisfechos, los contentos, los alegres.
Es tan triste que sólo nos mueva el dinero... Si ya lo decía Séneca: neminem pecunia divitem fecit (el dinero no ha hecho rico nunca a nadie).

domingo, 17 de noviembre de 2013

Pesadilla hecha realidad

Me ha mandado mi hija el enlace a un video que es probable que conozcáis, pues ya tiene muchas visitas. Es toda una lección de María Joao Pires al comienzo de un concierto (o quizás sea un ensayo con público). En el momento en que la orquesta Concertgebouw, al mando de Ricardo Chailly, acaricia los primeros compases del KV 466 en Re menor de Mozart, ella se da cuenta de que no es el que trae preparado. Lejos de detener la música y tras una breve negociación (el director sonriente y confiado, y ella con unas caras que no tienen descripción y es mejor verlas), la Pires comienza a tocar con un sonido impresionante y su pulsación característica.
¿Somos capaces de ponernos en su lugar? La respuesta debería ser afirmativa pero mucho me temo que todos habríamos entrado en pánico, nos habríamos levantado a pedir al director que frenase en seco, habríamos culpado al sursuncorda y, lo más probable, en vez de intentar adaptarnos habríamos exigido que fuese la orquesta la que cambiase los papeles. Me apuesto lo que queráis.
Para mí, la actitud adoptada por la idolatrada pianista es todo un acto de valentía, de pundonor, de responsabilidad y de grandeza. Chailly comenta en el video cómo parecía que ella había recibido una descarga eléctrica. ¿Imagináis el chutazo de adrenalina? Justo en ese momento es cuando la cabeza, tras el susto inicial, tras la impresión, realiza un escaneo frenético buscando el asidero al que hay que agarrarse.
Está claro que hablamos de un referente en cuanto a Mozart, pero eso de recomponerse en cuestión de segundos no es cualquier cosa. El año pasado dediqué una entrada a las pesadillas musicales, que nos alegran el sueño con una serie de situaciones difíciles e imposibles con un realismo tal que el corazón se acelera igual que si estuviésemos en la cama con la niña del Exorcista. Pero eran eso, pesadillas. Esto sí es real.
La lección que podríamos sacar de esta situación es muy sencilla: realmente todos seríamos capaces de hacerlo si nuestra cabeza estuviese lo suficientemente bien amueblada y no roída por la carcoma. Si desde el comienzo nos infundieran ánimo, seguridad y soltura, estaríamos preparados para esto y mucho más. Lo sé por experiencia propia. He vivido casos parecidos y no he tenido más remedio que confiar en mis posibilidades. Una de ellas, por ejemplo, consistió en tocar una pieza más, sobre la marcha, para una grabación de televisión porque faltaban cinco minutos para completar el programa (por un error de cálculo de la productora). Estamos en lo mismo: era la Danza Ritual del Fuego, de Manuel de Falla, que tenía trillada, pero que llevaba sin tocar mucho tiempo. Negarme habría sido fácil pues no era mi responsabilidad, pero también me recompuse del susto, apreté los dientes y recibí un monumental aplauso de todos los que en ese momento participaban en la grabación.
Todos hemos tocado de memoria y de principio a fin muchas obras, pasados meses y años, pero solitos y en nuestra casa. El problema viene cuando hay público, cuando alguien nos puede juzgar por un lapsus, cuando reaparecen los fantasmas con los que nos han minado durante lustros. Si sintiésemos esta carrera con un puntito más lúdico, menos trascendente, quizás lograríamos desarrollar nuestras verdaderas capacidades, todo ese potencial que en verdad sabemos que poseemos pero que, por miedo, siempre por miedo, no hacemos más que ocultar y frenar.
Me encanta esta mujer. La adoro. Y ahora mucho más.


miércoles, 13 de noviembre de 2013

Repertorio (III)

A la hora de estudiar repertorio nuevo, siempre tengo la tentación de hacerlo rellenando huecos, es decir, intentando completar alguna colección, sea del tipo que sea y del compositor que sea. Pero me topo con el mismo problema una y otra vez: si los huecos están ahí es porque en su día hubo algún motivo para no taparlo. Lo normal es que dicho motivo sea musical, con lo que no hago más que tropezar en la misma piedra.
La época en la que teníamos que estudiar determinadas obras por imposición del profesor se limita al conservatorio, ya que, aunque la inercia siga durante unos años más, la rebeldía que hemos ido acumulando, en especial en los últimos cursos, nos hace ser dueños de nuestras decisiones. Creo que todos hemos pasado momentos de tedio al tener que leer, poner en pie y memorizar según qué partituras.
También ocurre que, a menudo, una buena pieza musical requiere de bastante tiempo para desentrañarla. Si no somos constantes, puede que nos perdamos el placer de disfrutar no sólo el resultado sonoro sino las tripas, es decir, su estructura, su lenguaje y todos los elementos que la componen. Y no necesariamente me refiero al siglo XX, que también hay creaciones muy densas en el XIX.
Cuando llega el momento de tener preparado algún monográfico, ya sea por un aniversario o porque nos gusta especialmente, se ve perfectamente que tendemos a estudiar lo que nos es más afín. Escuchamos a otro pianista tocando y pensamos que hemos encontrado con qué completar el programa. Nos ponemos a ello y todo va bien hasta que, sin saber cómo, una pequeña desazón nos va invadiendo. Levantamos las manos, cogemos la partitura, empezamos a pasar sus páginas en busca de algo que nos atrape, un segundo movimiento maravilloso quizás, y nada de nada. Pensamos que igual es mala hora para seguir, que estamos cansados (pero si acabamos de empezar), que no estamos tocando bien... Lo dicho, nada de nada.
Voy a soltar la burrada de turno: he llegado a pensar que esos pianistas (con muy pocas excepciones) capaces de empezar por un primer tomo de obras completas y llegar hasta la última sin despeinarse, no sienten lo que están haciendo, son como autómatas. Sólo dedos y nada más que dedos. Eso no es ser músico y se nota en el resultado. Aburrimiento a más no poder.
Después de tantos años estudiando, leyendo y oyendo la música escrita para piano, sigo sin sentirme capaz de montar determinadas obras, ni siquiera por obligación (ahora mucho menos). Me gusta leer, conscientemente o al azar, y hay de todo: verdaderos descubrimientos y verdaderos tostones, incluyendo a todos los compositores habidos y por haber (¿es esto otra burrada?).
Ya que vamos a pasar mucho tiempo en compañía del repertorio que hemos elegido, al menos que nos guste mucho, pero mucho, si no, habrá que recurrir al divorcio exprés.

domingo, 10 de noviembre de 2013

Jubilatio

Para no transcribir literalmente un texto que no es mío, os remito a la página que explica históricamente el Jubileo y la Jubilatio. Es curioso y describe unas cuantas cosas que han llegado a nuestros días desde las leyes hebreas del tiempo de Moisés.
El caso es que esto de la jubilación, cuando los trabajos tienen una carga física deslomante, se recibe con una inmensa alegría, sobre todo ahora que la expectativa de vida ha aumentado considerablemente (más de cuarenta años en sólo un siglo, que se dice pronto). O sea, que lo normal era morirse antes de jubilarse o casi inmediatamente. Lo que viene siendo el famoso 'usar y tirar'.
Pero no nos preocupemos, que esto de disfrutar del tiempo libre, del ocio, con buena salud y, lo que es más importante, ganas de hacerlo, también nos lo acabarán quitando, que para eso nos dejamos.
Hasta aquí, creo que podemos estar de acuerdo. Ahora, me gustaría animar el patio un poquito con una pequeña percepción personal. A ver si soy capaz de explicarme. Hace poco coincidí con varios antiguos compañeros que trabajan en distintos conservatorios (de diferentes provincias españolas). Tras los saludos alegres y la breve puesta al día de rigor, la frase que salió de la boca de casi todos ellos/as (aquí voy a usar la políticamente correcta diferenciación de géneros, algo que no suelo hacer) venía a indicar que el sueño máximo, el mayor deseo, el único anhelo que les quedaba por delante era jubilarse. Y, salvo dos o tres, al resto aún le queda para alcanzar los sesenta.
La verdad, no sé qué decir. Me quedé un poco estupefacto. Cuando no hace mucho se permitió en determinadas profesiones, entre las que se encuentra la enseñanza, alargar la vida laboral hasta los setenta años de manera voluntaria, creo que fue debido a que, gracias a la susodicha longevidad con cabeza despejada incluida, al personal le podía apetecer sentirse útil, activo y creativo. Así al menos lo entendí yo.
¿Tanto han cambiado las tornas para que nadie quiera permanecer una micra de segundo más de la necesaria compartiendo su saber con los jóvenes estudiantes? ¿Quién o quiénes han logrado desilusionar a tantos profesionales variopintos de una manera tan drástica? ¿Es a causa de la enseñanza o también a causa de la Música?
Pensaba que dedicarse a una profesión cuya materia base es el Arte nos ponía a salvo de fechas y calendarios.
Como Beatriz sabía que iba a tocar este tema, me ha pasado una chuleta con un nombre: Minna Keal.
"Minna nació en Londres en 1909, hija de emigrantes judíos rusos. Le encantaba la música y empezó a estudiar en la Real Academia, pero su padre murió y tuvo que abandonar la carrera a los diecinueve años para ponerse a trabajar. En 1939 entró en el partido comunista y en 1957 se salió tras la invasión de Hungría; se casó dos veces, tuvo un hijo. Durante la guerra, montó una organización para sacar niños judíos de Alemania. La mayor parte de su vida trabajó como secretaria en diversos y aburridos empleos administrativos; a los sesenta años se jubiló y decidió retomar las clases de música y después estudiar composición. Su primera sinfonía fue estrenada en 1989 en los BBC Proms, unos prestigiosos conciertos anuales que se celebran en Royal Albert Hall de Londres. Fue un clamoroso éxito. Minna Keal tenía ochenta años. A partir de entonces, y hasta su muerte, Minna se dedicó intensamente a la música y se convirtió en una de las más notables compositoras contemporáneas europeas. "Creí que estaba llegando al final de mi vida, pero ahora siento como si estuviera empezando. Es como si estuviera viviendo mi vida al revés" dijo tras estrenar en los Proms.
(Rosa Montero, de la novela "La ridícula idea de no volver a verte")
   

jueves, 7 de noviembre de 2013

El poder y la gloria

Hoy hace cien años que nació Albert Camus y esta mañana me leía Beatriz una reseña de las muchas que se han publicado. Hacía alusión a la invitación recibida por parte del Elíseo francés (entiéndase por el presidente de la República) a causa del reconocimiento internacional que Camus recibió por su honestidad e imparcialidad, no siempre bien entendida, por supuesto. Al comunicarle la noticia a su madre, analfabeta y casi sorda, tras repetírsela, ésta le contestó: "Eso no es para nosotros. No vayas hijo, no te fíes. Eso no es para nosotros".
Esto me ha hecho recordar algunas situaciones vividas y oídas, en las que el poder quiere tener cerca a la gente del Arte, de la Cultura. No voy a entrar en el uso político que estos últimos años (demasiados ya) se da en España a los cantantes, actores y escritores. Da igual que sean de derechas o de izquierdas. El caso es que aún no tenemos la suficiente madurez para que, cuando un artista manifiesta públicamente su ideología como ciudadano, no se le castigue o premie en su trabajo. Eso, por ejemplo, no pasa en EE.UU., un pelín más acostumbrados a la democracia.
Parece que un artista no triunfa hasta que no se codea con las altas esferas. Tiene que ser invitado a determinadas galas, tiene que actuar ante ellos ¿de tú a tú?, tiene que reír todas las gracias y ocurrencias de los susodichos, etc... Por otro lado, las crónicas periodísticas tienen más trascendencia y mayor eco cuando reúnen en la foto a un grupito variopinto.
En uno de mis primeros conciertos en Cádiz, en el desaparecido Teatro Andalucía (tendría yo veinticinco años), actué ante un numeroso público con un programa variado (cual bandeja de pescaíto frito). Al día siguiente, o quizás al otro, abrí el Diario de Cádiz en busca de alguna crítica o reseña, foto incluida. Así fue. Se mencionaba el acto, se desglosaba el programa y se comentaba la asistencia de público. Pero lo que más me llamó la atención fue el titular del artículo, en negrita y ocupando el ancho de la página: "El Almirante Jefe de la Zona del Estrecho asiste al concierto de González Calderón". (Acabo de ejercer la autocensura con un par de expresiones que venían a colación).
He actuado ante presidentes autonómicos, consejeros, alcaldes, embajadores, generales, diputados... En más de una ocasión la anunciada asistencia de la reina ocasionó innumerables incomodidades, subsanadas con la conveniente declinación de la invitación a última hora. Hasta un potentísimo empresario rodeado de cuatro guardaespaldas acudió a oírme.
Pero siempre he pensado que un concierto es un acto cultural en el que un artista actúa para el público, independientemente de su cargo. Qué más da quién sea si lo que importa es la música. Se supone que, si asiste, es porque le gusta la música y no para figurar, así que, no hay cargo que valga. Igual que no entiendo la reserva de localidades que, a mayor nivel social mayor probabilidad de permanecer vacías. No hombre, no, que somos todos iguales, al menos en el concierto (y después también).
Supongo que igual soy un bicho raro, pero tampoco me gustan los palcos presidenciales de los teatros (casi siempre sin ocupar). La época en la que los reyes perseguían a las coristas creí que había terminado, pero, al parecer, todo sigue creando mucho morbo.
Bueno, que cada uno haga lo que le dé la gana. Total, lo mismo va a dar, que nadie aprende en cabeza ajena.  

domingo, 3 de noviembre de 2013

Otro concurso

Treinta y tres participantes es un número nada despreciable para un concurso. De una manera fortuita, casi por casualidad, fui nombrado miembro del jurado que tendría que elegir al ganador. En estos casos no puedo evitar nunca recordar los varios certámenes a los que me presenté, con bastante buena fortuna en todos ellos.
Me llamó mucho la atención el buen ambiente reinante, no sólo entre los chavales, muy jóvenes, niños todavía, sino también entre los padres y demás familiares. Todo era jovialidad, despreocupación, ilusión, ganas de pasarlo bien, en definitiva.
Los organizadores nos dieron el visto bueno para comenzar y lo hicimos llamando a cada concursante por riguroso orden de inscripción. Quedaba por delante una tarea importante. Por mi parte no quería que nadie pudiera pensar o sentir que no se le había prestado la debida atención, así que, todos los sentidos en alerta amarilla (tampoco hay que pasarse que la tensión acumulada siempre se paga).
Previamente, los miembros del jurado mantuvimos una breve reunión en la que perfilamos los aspectos en los que deberíamos centrarnos, ya que son muchos y variados los criterios para una prueba de estas características. A la calidad, decidimos sumar la concentración y el estar metido en situación, es decir, la actitud ante el público. Por cierto que, hablando del público, hay que reconocerle su saber estar en todo momento, mostrándose ecuánime y animoso con propios y extraños.
Se iban a disputar dos etapas, es decir, semifinal y final. La primera la harían más de cara al jurado, casi dando la espalda al respetable, para que pudiésemos evaluar con la vista y el oído (además de con el alma, por supuesto). Uno tras otro, con tres o cuatro ausencias, no recuerdo bien, fueron pasando durante un corto espacio de tiempo, y casi todos dieron lo mejor de sí mismos con una tranquilidad envidiable. Muy pocos se pusieron algo nerviosos, sin dejar de buscar con la mirada el apoyo familiar, lo que hizo que, al desconcentrarse, no tuvieran una buena actuación.
En general, un nivel altísimo. Sorprendente.
Pasada esta ronda, nos reunimos intentando ser breves por aquello de los nervios, y decidimos que pasaran a la final nueve. Ni que decir tiene que fuimos objetivos al máximo y que nadie protestó, al contrario, vimos caras de deber bien cumplido.
De inmediato continuamos con la final. Nos colocamos entre el público para que la actuación fuese más real. Ahora si estaban los seleccionados con el rostro algo más grave, con la sonrisa un poco tensa, como con la responsabilidad del que se sabe elegido y no quiere defraudar. Sólo uno de ellos bajó su nivel. El resto lo igualó e incluso lo superó. Fue una final rápida. Claramente destacaron tres. Para mí, de ellos, dos estaban igualados precisamente por ser distintos, por tener características individuales. Los votos del jurado deshicieron el empate y, sin apenas pausa, comunicamos el veredicto a todos los presentes quienes, con cada nombre, rompían en fuertes aplausos.
Fue una velada estupenda. Nada enturbió el concurso. Ninguna sombra de las muchas que recordaba de ocasiones anteriores. Qué gozada.
¡Ah!, por cierto, se me ha olvidado mencionar que el concurso del que estoy hablando se celebró el pasado jueves 31 de octubre, durante el transcurso del Mercado de Artesanos de Bellavista, en Huelva, y era un concurso para niños de gritos de terror con motivo de la noche de Halloween.
¡Espeluznante! Y caramelos para todos...